El 7 de octubre nos obliga a detenernos y mirar el calendario. A recordar. A mirar de frente el horror que el terrorismo de Hamás desató hace dos años sobre población civil israelí: familias quemadas vivas, niños despedazados, mujeres y niñas violadas, asesinadas y ultrajadas, ancianos torturados, cadáveres mutilados y humillados. Una masacre deliberada, grabada y difundida con orgullo por sus autores, y celebrada por parte del pueblo palestino.
Lo que en cualquier contexto se llamaría terrorismo de bárbaros, muchos lo maquillaron como “resistencia”. Por primera vez, la palabra de los terroristas fue aceptada como veraz en los medios internacionales y los gobernantes, otorgando credibilidad a quienes jamás la habían tenido ni representado legítimamente a un pueblo, el palestino, pero que de facto lo hacen con su aceptación.
Lo que debía haber sido una condena unánime se transformó en un debate ideologizado donde la verdad quedó rehén de la propaganda. Occidente olvidó la memoria del Holocausto. Europa, que juró “Nunca más”, no puede mirar hacia otro lado mientras resurgen los discursos de odio bajo una bandera que hoy no representa a un pueblo, sino a un grupo terrorista.
No hablamos de un conflicto político, sino de una agresión planificada contra un pueblo que tiene derecho a defenderse. Lo ocurrido después podrá debatirse, pero no puede negarse el origen ni los hechos del 7 de octubre.
El pueblo judío, una vez más, ha sido perseguido, demonizado y señalado por quienes instrumentalizan el dolor con fines ideológicos: la izquierda occidental y el islamismo radical de Hamás. Para los negacionistas y los cómplices silenciosos, la historia se repite. Mientras una parte del mundo libre aún lloraba a las víctimas, en plazas europeas, universidades, medios de comunicación y partidos de izquierda e islamistas surgían voces que justificaban lo injustificable.
Resulta inadmisible que dirigentes occidentales y medios de comunicación otorguen legitimidad a una organización terrorista que ha convertido a la población civil en escudo humano, construyendo túneles bajo hospitales y escuelas y desviando fondos internacionales para financiar su maquinaria de guerra, mientras su población muere de hambre y vive en la miseria. Resulta igualmente inadmisible que manipulen a la sociedad occidental y a nuestros hijos, promoviendo huelgas en centros escolares cuando la mayoría ni siquiera sabe ubicar Palestina en un mapa, movilizando a nuestros jóvenes en favor de uno de los grupos terroristas más despiadados del mundo.
Como defensora de los Derechos Humanos, afirmo sin ambigüedad que los crímenes de Hamás son crímenes atroces, como todos deberíamos reconocerlos. A quienes manipulan la información o silencian a las víctimas sólo cabe recordarles que la justicia comienza por la verdad. Los rehenes deben ser liberados, las víctimas honradas y los responsables juzgados. La bandera que muchos occidentales izan en su defensa no representa a un pueblo, sino a una organización fanática y terrorista que desprecia la vida y utiliza a su propia población. La prueba más clara de ello es que, en el acuerdo de paz impulsado por Estados Unidos no se habla de Palestina e Israel, sino de Israel y Hamás.
Hoy, dos años después, la desinformación pretende reescribir la historia y borrar las pruebas del horror. Pero los hechos son innegables, y la memoria de las víctimas exige ser preservada frente a la manipulación y la cobardía moral.
Negar o relativizar las atrocidades de Hamás es indecente. La humanidad no puede permitirse olvidar, porque olvidar es repetir. Recordar es una obligación, callar una vergüenza cómplice.