Decía el escritor y naturalista Henry David Thoreau que sus conciudadanos vivían en una serena desesperación. Lo dijo en el siglo XIX, y bien parece que la zozobra social es cíclica, porque la actualidad dicta un escenario mundial desesperado. Las acechanzas del planeta Tierra pivotan de un continente a otro, como péndulos blindados con bombas de racimo que pudieran detonar al contacto con el viento. El contexto geopolítico dispone que la cuna de la intelectualidad, el continente donde crecieron las raíces culturales del mundo occidental, Europa, debe reforzar su armamento.
El tablero militar donde se disputan las intrigas del mundo tiene algunos escaques vacíos. Los países europeos, ante la amenaza de potencias mejor dotadas bélicamente, se ven obligados a aumentar su gasto en defensa. La industria armamentística cotiza al alza, el material bélico se demanda más que las flores, más que la poesía, más que los abrazos que los seres humanos dejan en suspenso hasta ver si les quedan brazos con los que abrazar, después de una guerra.
Nos toca ser soldados de fortuna, seres sin brújula que luchan sin mapas, confiando en los dados que tiran sobre un tapete sucio los mandatarios que deciden por ellos. Trump negocia con Putin el final del conflicto en Ucrania. Un final que, dadas las filtraciones de esa negociación, no deja en buen lugar al territorio invadido. La aniquilación sale barata. Sienta un mal precedente. Europa debe cambiar el andador (en el que se apoya para no caer) por un tanque modelo Abrams, debe proteger sus fronteras frente a la hostilidad de Rusia y otros actores enemigos.
Washington reclama un incremento del gasto militar para Europa del 5%. Después de un periodo de tiempo sin conflictos bélicos en el viejo continente, tras las guerras mundiales, hay un olor acre en el ambiente de las relaciones internacionales. Las acciones de la armamentística Rheinmetall, una de las mayores productoras de armas de Europa, han subido una cuarta parte en los últimos días. Trump demanda que la Unión Europea asuma más responsabilidad en su propia defensa. El sheriff ya no quiere imponer su ley a los enemigos de Europa, quiere que seamos capaces de defendernos solos, desafiar con ese aumento del 5% a las potencias que alberguen la idea de invadir algún país al oeste de los Urales.
Ante este panorama, volvemos al principio, a la impresión que Thoreau guardaba de sus conciudadanos, a los que sentía vivir en una serena desesperación. Hablamos de paz mientras nos preparamos para la guerra. Habitamos un mundo hostil que emboza su rostro tras la máscara de una diplomacia cada vez menos sólida, menos capaz de preservar la sana convivencia entre los Estados. La sinrazón nos empuja a una situación de alerta permanente. Los dirigentes de las naciones con mayor influencia global tensan sus arcos, y todas las flechas apuntan al corazón de Europa.
Nos solicitan mayor gasto en armamento. Invertir en armas que matan para evitar muertes, qué atroz paradoja. Parece obvio que los seres humanos nunca aprenderán de sus errores. Somos insaciables, animales incapaces de cohabitar en el mismo mundo sin provocar al de al lado. Invertir en bombas, por favor, que el enemigo sepa que también él es vulnerable. Una disyuntiva que explota en las mentes preclaras y sabotea toda lógica. La fatalidad como salvación. Los ciclos del mundo son previsibles, las personas que lo pueblan también. Será cuestión de engañar a la guerra, que la venda que lleva en los ojos la confunda y no vea a quien debe matar. Que la humanidad reclame más flores… más poesía… más abrazos.