Decía Hipócrates, con la sabia prudencia de quien conoce los límites del arte de curar, que “la vida es breve, el arte es largo, la ocasión fugaz, la experiencia engañosa y el juicio difícil.” Quizá nada refleje mejor el espíritu de la innovación incremental en el mundo del medicamento: esa tarea callada, menos deslumbrante que los grandes descubrimientos, pero indispensable para transformar en arte verdadero la ciencia médica. Porque, aunque a veces se nos olvida, un buen medicamento siempre puede ser mejor.
Así lo defendió recientemente David Solanes López, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Farmacia de Cataluña, con un alegato vibrante a favor de la llamada innovación incremental.
No hablamos aquí de nuevas moléculas que surgen como milagros para curar enfermedades incurables —esa es la innovación radical, la de los titulares de prensa— sino de algo más humilde, pero igualmente crucial: perfeccionar los medicamentos que ya tenemos, para hacerlos más eficaces, más seguros o más fáciles de usar. Es, si se quiere, una forma de respeto a la historia de la medicina, que no ha avanzado solo a base de saltos heroicos, sino gracias a mil pequeñas mejoras acumuladas en siglos de experiencia.
En la Antigua Grecia, Hipócrates ya intuía que la dosis podía marcar la frontera entre el remedio y el veneno. Galeno perfeccionó fórmulas y métodos de administración. En el Renacimiento, Paracelso insistía en la importancia de la forma farmacéutica. Y así, hasta nuestros días, en que hablamos de comprimidos de liberación prolongada, inhaladores más cómodos o insulinas que permiten espaciar las inyecciones. Todo eso es innovación incremental.
Pongamos ejemplos que ilustran lo que defiende Solanes: la llamada polipíldora cardiovascular —varios fármacos combinados en un solo comprimido— ha demostrado mejorar la adherencia y reducir la incidencia de infartos. O la amikacina liposomal inhalada, que permite tratar infecciones pulmonares de forma más eficaz y con menos hospitalizaciones que la formulación inyectable. O las nuevas insulinas de acción prolongada, que han simplificado la vida de las personas con diabetes. Y podríamos seguir: soluciones líquidas mejoradas para niños, dispositivos que dosifican exactamente la medicación, o cambios en la formulación para evitar efectos secundarios.
Estos avances tienen ventajas evidentes para el paciente, que recibe tratamientos más cómodos, seguros y adaptados a sus necesidades. Pero también para el sistema sanitario, porque menos hospitalizaciones, menos complicaciones y mejor adherencia, significan ahorro de costes y recursos. Incluso la industria farmacéutica, especialmente la de tamaño medio, encuentra en la innovación incremental un camino viable para mantener su actividad sin necesidad de afrontar el enorme coste y riesgo de desarrollar nuevas moléculas desde cero.
Sin embargo, y aquí reside buena parte del mensaje de Solanes, la innovación incremental está muchas veces ninguneada. Como no implica grandes descubrimientos, suele recibir menos reconocimiento, menos apoyos y, sobre todo, menos incentivos económicos. En España, por ejemplo, la normativa de precios de referencia —diseñada para abaratar medicamentos— a menudo mete en el mismo saco a un medicamento mejorado y a su antecesor genérico, aunque el nuevo ofrezca beneficios clínicos reales. El resultado es que muchos laboratorios descartan invertir en estas mejoras, o terminan desarrollándolas solo para mercados extranjeros donde sí se valoran.
Esto es un sinsentido. Porque, en palabras de Solanes, “la innovación incremental es una estrategia esencial para el progreso continuo de la medicina y la generación de valor para todos los actores implicados.” Y porque el arte de la farmacia, como el de cualquier oficio noble, consiste no solo en inventar lo nuevo, sino en perfeccionar lo que funciona.
Quizá debamos recordar la máxima de los clásicos: “Non progredi est regredi.” No avanzar es retroceder. Si no apoyamos la innovación incremental, no solo corremos el riesgo de estancarnos; también de perder medicamentos mejores que podrían mejorar la vida de millones de personas. Los gobiernos, por tanto, deberían impulsar cambios normativos que reconozcan el valor de estas mejoras y ofrecer estímulos claros para que la industria, especialmente la local, pueda seguir perfeccionando sus productos.
Porque, aunque un medicamento sea bueno, siempre puede ser mejor. Y en esa mejora, silenciosa pero constante, late el verdadero espíritu de la ciencia farmacéutica, que no se conforma con el éxito alcanzado, sino que busca siempre la excelencia. Como diría Machado: “Se hace camino al andar.” Y en el arte de sanar, andar significa mejorar, paso a paso, cada medicina, cada forma de aliviar el dolor humano.