En el corazón del Renacimiento italiano, en la culta Verona del siglo XVI, vivió un hombre que fue médico, filósofo y poeta: Girolamo Fracastoro (1478-1553). Formado en Padua y miembro de una ilustre familia, encarna la figura del sabio que, a la manera de los clásicos, une el rigor de la observación médica con la imaginación literaria y la búsqueda de belleza en las palabras. Fue un médico que escribía, un poeta que razonaba sobre enfermedades, y un pensador que, siglos antes de Pasteur, intuyó la existencia de partículas invisibles responsables del contagio.
Fracastoro dejó varias obras, todas ellas de alto estilo humanista. Una de las más curiosas y menos recordadas es De sympathia et antipathia rerum, donde reflexiona sobre las fuerzas de atracción y repulsión que gobiernan la naturaleza. Allí, en un marco conceptual heredado de Aristóteles y del neoplatonismo, imaginó que la transmisión de las enfermedades podía deberse a diminutas semillas —seminaria— que saltaban de un organismo a otro. Eran imágenes poéticas, pero también anticipaciones de lo que siglos después sería la teoría microbiana.
Pero la fama de Fracastoro se debe sobre todo a otra obra singular, Syphilis sive morbus gallicus, un extenso poema en hexámetros latinos publicado en 1530. Se trata de una composición de 1.346 versos, donde el autor da nombre a una nueva y terrible enfermedad que asolaba Europa desde finales del siglo XV. Fracastoro no se limitó a describir los síntomas de lo que hoy conocemos como sífilis; prefirió inventar un mito literario para explicar su origen.
El protagonista del poema es un pastor llamado Syphilo, que se atreve a desafiar a los dioses. Como castigo, contrae una extraña dolencia, el “morbus gallicus”, y su nombre quedará para siempre ligado a la enfermedad. Fracastoro convierte así a un humilde personaje mitológico en epónimo universal, en un gesto donde la literatura se adelanta a la taxonomía médica. En la narración, la ninfa América, compadecida, hace brotar de sus tierras un remedio: el guayaco, árbol del Nuevo Mundo, cuya corteza sudorífica se utilizó como tratamiento.
El relato, por tanto, no solo bautiza la enfermedad, sino que también enlaza el nacimiento del mal con la promesa de la cura. La sífilis tenía remedios limitados y a menudo crueles: ungüentos mercuriales que envenenaban tanto como sanaban, fumigaciones de cinabrio, sangrías, ayunos prolongados, y las infusiones de guayaco, zarzaparrilla o sasafrás. Los pacientes sudaban hasta la extenuación en la esperanza de que la fiebre expulsara el mal. Y, sin embargo, en medio de ese panorama sombrío, el poema de Fracastoro proponía que también la imaginación, la fábula y la poesía podían dar sentido a la enfermedad.
La figura del médico-poeta no era extraña en el Renacimiento, pero en Fracastoro alcanza una rara plenitud. Su Syphilis no es un tratado árido, sino un texto de gran belleza formal, comparable a las obras de los poetas latinos a los que imita.
Quizá lo más fascinante de Fracastoro sea esta doble condición: la del sabio que propone teorías médicas de sorprendente modernidad y la del escritor que no renuncia al poder de la poesía.
Hoy, cuando la medicina se ha convertido en un campo de cifras, protocolos y datos estadísticos, recordar a Fracastoro invita a recuperar algo de aquella visión humanista. Porque la cura del cuerpo no puede desligarse del cuidado del alma. Las terapias farmacológicas han alcanzado cotas de precisión que él jamás pudo imaginar, pero aún necesitamos relatos, símbolos y palabras que nos acompañen en la experiencia de la enfermedad.
Fracastoro lo intuyó con claridad: el hombre enfermo no solo busca alivio físico, sino también comprensión y sentido. Nombrar la dolencia, darle un origen y hasta un mito fundacional, era ya una forma de tratamiento.
Un poco más de poesía, como terapéutica del alma, no haría daño a nuestras sociedades saturadas de fríos informes. Tal vez la lección de Fracastoro sea que la verdadera medicina, la más completa, siempre debería tener algo de literatura.