Balzac, como Oscar Wilde, escribieron toda su obra a mano alzada. También Baudelaire y Flaubert. Tinta y pluma de oca y largas noches de insomnio.
Cuando ocurrió el apagón mundial de Internet, recordé necesariamente las cartas de antes, las que escribíamos a mano alzada, y con ellas el telegrama y otras antiguallas.
Quienes nacimos al iniciar la segunda mitad del siglo XX, acumulamos más experiencias tecnológicas que un “millennial”, pues nos llegó el eco del telégrafo –hubo telegrafista en Aracataca y trajo al mundo dieciséis hijos-, conocimos el marconigrama, el telegrama, el teletipo punto a punto, el fax, el correo electrónico, Facebook, Instagram, WhatsApp, y algo que los chicos de hoy desconocen: la comunicación telepática persona a persona, particularmente en asuntos de amor.
Podemos presumir también con el conocimiento prolijo de las cartas; se escribían con tinta Parker o bolígrafo de una peseta, y solo requerían una hoja de papel en blanco, un sobre para guardarlas y estampillas, pequeñas obras de arte impresas en papel engomado, con los bordes dentados y el recuerdo de alguna efeméride patria. El tránsito hacia “el correo” era toda una experiencia que podía incluir visita fugaz al sitio de la horchata, o una caña en el bar cañí con calamares. En Colombia, no sé en España, existía el Apartado Aéreo, una cajuela metálica en correos, la misma que se abría solemnemente con una llave y tenía un número asignado con el que se accedía al summum de la exclusividad epistolar.
Las cartas podían ser enviadas en correo normal o por “entrega inmediata”, servicio que tenía un valor adicional. Si habían estado brevemente expuestas a la lluvia, podían llegar al destinatario con la tinta levemente regada lo cual les confería mayor valor en el tiempo. Ya en el interior, si la carta llevaba una carga emocional causada por el desamor u otro tipo de padecimiento, era probable que la tinta- ya no por efecto de la lluvia, sino de las lágrimas-, presentara también ese desborde de las letras que más tarde, en la correspondencia de poetas y heroínas, era condensada en la historia con esa dignidad verídica que la ceniza pone en el tiempo.
Hace apenas cuatro 10 años, Francia clausuró definitivamente el servicio de telegramas, el cual todavía era usado por inmobiliarias, jueces y público en general.
La noticia anunció escuetamente que “el último mensaje fue despachado “a las 23.59 del lunes” por la empresa Orange, heredera del servicio prestado anteriormente por France Telecom. Esta vez no se trató de un asunto urgente por comunicar: su contenido, con aire de nostalgia, marcó la despedida de operadores y carteros.
El que haya sobrevivido el telegrama en Francia, tenía que ver también con un asunto estético. Muchos franceses preferían ese aspecto “vintage” para anunciar un bautizo, una boda, o una defunción.
En Estados Unidos, el último telegrama se envió en 2006. Puso fin así a esa historia maravillosa que inició Samuel Morse, inventor del telégrafo eléctrico, el 24 de mayo de 1844 cuando decidió enviar un breve mensaje, cita bíblica, entre Washington y Baltimore: “¿What hath God wrought? (¿Qué ha creado Dios?).
En 1899 el italiano Guillermo Marconi patentó la telegrafía o telefonía sin hilos. Tenía 22 años. Había obtenido una subvención del gobierno de Francia, por 15 mil francos, y llegó a la cima cuando logró la primera comunicación inalámbrica entre Dover y Boulogne, a través del Canal de la Mancha. Esta voz al otro lado, y en una distancia de sólo 48 kilómetros lo catapultó a una celebridad que le fue negada en la Corte Suprema de los Estados Unidos en 1943, cuando la patente de radio falló en favor de Tesla.
Hoy, Marconi es celebrado en el nombre del pequeño aeropuerto de Bolonia, Italia, donde nació en 1874.
Si se observan los recursos de comunicación que tenemos hoy, si los precursores de fines del siglo XIX y comienzos del XX hubieran tenido noticias futuras del Internet, no lo habrían creído, porque entonces ello era, sencillamente, pura hechicería.