Cuando uno hojea a Luciano de Samósata, (120-180 d.C.) aquel sirio bromista del siglo II que se divertía burlándose de filósofos y de mitologías, no puede evitar pensar que la historia de la medicina y de la salud pública está más cerca de la comedia que de la tragedia. Luciano, con su estilo socarrón, ya denunciaba la credulidad del pueblo en terapias disparatadas: atar pieles de león o de gacela a las piernas para curar la gota, porque son animales veloces; recitar conjuros a la Luna para espantar la epilepsia, o venerar estatuas de Hipócrates como si fueran santos milagreros
Uno lee eso y recuerda inmediatamente las ruedas de prensa de la Casa Blanca en los tiempos de Trump, cuando un presidente serio -al menos en apariencia- recomendaba desinfectante por vía intravenosa con clorito sódico, y su flamante ministro Kennedy -sí, el sobrino negacionista- hablaba de conspiraciones farmacéuticas con la misma convicción con que en la Antigüedad se invocaba a los dioses del Olimpo. Su última ocurrencia ha sido relacionar el paracetamol con el autismo, y vendrán más.
Luciano tenía razón: la superstición sanitaria es eterna, sólo cambia el decorado. En su diálogo Cuentistas o el descreído, Tiquíades se encuentra rodeado de crédulos que defienden pócimas imposibles, y cuando osa dudar de la eficacia de un conjuro con musarañas es tachado de impío
Algo muy parecido le sucede hoy al médico que cuestiona los remedios mágicos de internet, o al epidemiólogo que recuerda la utilidad de una vacuna frente a la histeria de las redes sociales. Luciano habría disfrutado en la red X, imaginamos, desmontando bulos sanitarios con sarcasmo y dejando en evidencia a los que confunden ciencia con espectáculo.
No olvidemos que el propio Luciano se adelantó a la ciencia ficción. Viajó con su imaginación a la Luna, se paseó por el vientre de una ballena en la que había, incluso campos de cultivo, que habían montado los náufragos tragados por ella. Imaginación no le faltaba.
A su modo, anticipó tanto a Swift como a Julio Verne. Y, sin embargo, esas fantasías no le impidieron mantener un espíritu crítico frente a las tonterías médicas de su tiempo. Es curioso: la literatura fantástica ha servido siempre para abrir horizontes, mientras que la pseudomedicina suele cerrarlos. La ciencia ficción, al menos, reconoce ser ficción; la charlatanería sanitaria pretende disfrazarse de verdad.
El humor de Luciano también se proyecta sobre las miserias de los poderosos. En sus Diálogos de los muertos, Alejandro Magno aparece ridiculizado por su padre, que le recuerda que vencer persas afeminados no era tan glorioso como dominar a hoplitas griegos.
Y uno no puede evitar pensar en los gobernantes modernos, que se proclaman vencedores de pandemias mientras su población sigue desbordando hospitales, algo que recuerda demasiado a ciertos líderes contemporáneos que negaban la gravedad del virus y acababan intubados en unidades de cuidados intensivos.
Hay en todo esto una enseñanza: la salud, más que ningún otro campo, necesita sensatez, pero recibe con frecuencia retórica, dogmas y ocurrencias. Luciano se burlaba de filósofos que presumían de austeridad en público y se daban a la gula en privado.
Luciano enseñaba riendo, que es la forma más eficaz de enseñar. Si Aristófanes hacía reír con sus comedias, Luciano lo hacía con diálogos en los que filósofos, médicos y héroes quedaban desnudos de solemnidad. Y si algo necesitamos hoy en el terreno de la salud —saturado de tecnicismos, informes, comités de expertos y gurús mediáticos— es un poco de humor corrosivo que rebaje la pomposidad y devuelva la perspectiva. Porque, a fin de cuentas, la mejor medicina para la credulidad es la risa.
Permítaseme prescribir algo que no se vende en farmacias: un buen rato de Luciano de Samósata. Es un antídoto contra la charlatanería y, de paso, un analgésico contra la solemnidad. No tiene contraindicaciones, salvo que uno prefiera seguir creyendo en remedios de gacela virgen o en ministros que curan con discursos.