Cuando fuimos peces

Juliano “el de la Próstata”: el último suspiro de los dioses antiguos

Hubo una vez un emperador que quiso devolverle a Roma sus viejos dioses, como quien intenta encender una lámpara de aceite en medio de una tormenta eléctrica. Se llamaba Flavio Claudio Juliano, pero en mi colegio, donde nadie sabía qué significaba “apóstata”, lo rebautizamos como “el de la Próstata”. El origen de ese apodo fue una conversación con mi abuelo, que cuando le pregunté qué era eso de ser apóstata, me respondió con toda naturalidad: “Pues será que tenía la próstata mal, como yo, que la tengo como un melón de Alfamén”.

Desde entonces, Juliano dejó de ser un emperador lejano y se convirtió en un personaje entrañable, casi familiar. Un hombre con toga, barba y problemas de próstata, como tantos otros que han intentado cambiar el mundo con más fe que éxito.

Juliano nació en Constantinopla en el año 331, bajo la sombra imponente de su tío, Constantino el Grande. Su infancia fue una tragedia escrita en mármol: purgas familiares, exilio, y una educación helenística que lo llevó a enamorarse de los dioses que ya nadie adoraba. Mientras otros rezaban en iglesias, él conversaba con Apolo en sueños.

Cuando las tropas de la Galia lo proclamaron emperador en 360, Juliano aceptó el destino como quien recoge una corona caída en el barro. No hubo guerra civil: su primo Constancio murió antes de que la historia se complicara. Así, Juliano ascendió al trono con la esperanza de restaurar el alma pagana de Roma, como quien intenta devolverle el canto a un ruiseñor que ha aprendido a ladrar.

Durante su breve reinado, reabrió templos, prohibió a los cristianos enseñar y escribió tratados que olían a incienso y nostalgia. No persiguió, pero sí apartó. Quería que el Imperio recordara su infancia mitológica, sus dioses con nombres de estrellas, sus rituales como poemas. Pero el mundo ya había cambiado, y los altares antiguos eran solo ruinas con musgo.

Murió en 363, en una campaña contra los persas, con una lanza en el costado y una plegaria a dioses que no respondieron. Su muerte fue el último suspiro de un sueño imposible: el de volver atrás sin romper el presente.

Juliano “el de la Próstata” no fue un tirano ni un mártir, sino un romántico desubicado. Un emperador que quiso nadar contra el río del tiempo, sin saber que ese río ya había desembocado en otra fe. Y sin embargo, hay algo hermoso en su intento: como cuando fuimos peces, y creímos que podíamos volar.