Fue el domingo pasado una fecha memorable con importantes gestas para el deporte español en varias disciplinas: tenis en París, los Marquez en el gran premio de motociclismo de Aragón y las chicas de la gimnasia rítmica.
Sin duda, una alegranza para los sufridores ciudadanos españoles tan necesitados —y más recientemente con las cosas que nos están cayendo—, de alguna victoria, premio o alborozo.
Tal vez sea lo del «pan y circo» de los romanos, pero lo cierto es que este castigado pueblo, tan convulso y afectado por DANAS, apagones de luz aún de origen desconocido, los innumerables acontecimientos políticos provocados por atrabiliarios personajes tipo Aidas, Dolsetes, Koldos y Cerdanes, que tan profusamente van surgiendo alimentados por la desvergüenza y corrupción socialista, amén de los procesamientos judiciales al más íntimo entramado presidencial, lo cierto es que, con todo, ver cómo nuestro país destaca o triunfa en algo, viene a suponer una inyección de moral y alegría compensatoria de la desmoralización que nos invade el contemplar la deriva y desmoronamiento que España va tomando de día en día.
Porque España como concepto y España como patria, más allá de un espacio geográfico con fronteras e instituciones, representa una identidad compartida, un sentimiento, una historia y un vínculo emocional del que formamos parte los aquí nacidos. Algo grande que nos cohesiona y hermana afectivamente.
Y a ese sentimiento colectivo, complejo de expresar pero profundo de sentir, se le representa, por parte de todos los países del mundo, con una bandera y un himno como forma de aunar, de manera sencilla pero representativa, a todo el colectivo de los nacidos en ese concreto y determinado territorio.
Nuestro himno nacional se cree que tiene sus raíces en la “Marcha Granadera”, que era una melodía militar usada en los desfiles y actos oficiales ya en el siglo XVIII y que el rey Carlos III declaró como “Marcha de Honor”.
Pues precisamente esa música —no tiene letra—, es la que suena y emociona a los españoles de bien cada vez que uno de los nuestros consigue alguna gesta deportiva o de otro orden. Como ocurrió en París el pasado domingo cuando un portentoso Alcaraz triunfó en el torneo de Roland Garros, cuando el catalán Marc Márquez se subió a lo más alto del cajón en la categoría reina del gran premio de motociclismo en Aragón o, por si fuera poco, ese mismo día y por tres veces, nuestras gimnastas vencieron en Riga en el campeonato europeo de gimnasia rítmica.
¡Qué hermoso y cuánta emoción el escuchar los sones del himno y ver nuestra bandera ondear orgullosa y flamante, mientras alguna lágrima de emoción discurría por la mejillas de los triunfadores!
Pero amigos, esto es España y se ha establecido la nefanda costumbre —con una total inacción de las autoridades— de que una gran parte de ciudadanos con sentimientos nacionalistas (vascos y catalanes, fundamentalmente), aprovechen esa oportunidad para silbar, denostar, insultar y ofender a los símbolos de la nación española.
Así, en torneos como la copa del Rey o la Reina, incluso con la presencia de los Monarcas, el recinto deportivo se suele convertir en un concierto atronador de silbidos, pitidos y exabruptos contra nuestros símbolos y la figura del Jefe del Estado.
¿Y por qué..?
El decoro debido y el respeto a nuestros símbolos —y por ende a los españoles—, hacen que tal accionar resulte no solo ofensivo e insultante, sino que se convierta en un delito de odio y desprecio que no debería ser tratado como una anécdota. Por lo que es, por lo que representa y porque se ha convertido en un elemento de escarnio y denuesto.
¿Se imaginan ustedes que en los Estados Unidos —y es un simple ejemplo, porque habría muchos países donde ocurriría lo mismo—, a un sujeto se le ocurriera, en la final de la NBA o en la Super Bowl, quemar la bandera del país o ponerse a silbar el himno en ese sacrosanto momento en que todo el mundo se levanta, deja a un lado las palomitas o el perrito caliente y, mano cerca del corazón, escucha en silencio y máximo respeto el canto de su himno?
Pues no puedo dejar de indignarme y comprobar que sí, «España es diferente», cuando el otro día la selección española femenina de cesta punta, en el frontón Jai Alai de Gernika, venció a la selección vasca (otro tema inaceptable, pero cuya valoración necesitaría del análisis en una columna en exclusiva), y fue en el momento de recibir los honores como vencedoras, al sonar el himno nacional, cuando las jugadoras españolas, Erika Mugartegui y Arai Lejardi (de origen vasco ambas), tuvieron que asistir avergonzadas a la atronadora pitada del himno nacional por parte de toda la concurrencia.
Pues solo puedo denunciar desde aquí y exigir que, si en un recinto deportivo como es un campo de fútbol, un insulto racista a un jugador puede suponer la suspensión del encuentro, la clausura del mismo y sanciones a los infractores, esta otra actitud de irrespeto —mucho más global y colectiva, por ser a los símbolos patrios que lo que sería la ofensa a un jugador individual—, debería ser merecedora, como mínimo, de idéntica respuesta.
Porque amigos, quemar una bandera o silbar el himno —más allá del estúpido e hipocrita argumento de la libertad de expresión— no es otra cosa que odio, un odio larvado, enquistado en el corazón de gentes que ni saben de historia ni quieren aprenderla, pero que encierra un rencor y animadversión repugnante a este sufrido país, España; que es el nuestro.
Y sugiero, desde aquí y harto de soportar tanto insulto, que seamos los ciudadanos —porque las autoridades miran a otro lado—, quienes pongamos «pie en pared» y digamos basta a esa asquerosa moda y comencemos a plantar cara a quienes ensucian la dignidad de nuestros símbolos, allá donde y cuando sean ultrajados.
¡Porque a España se le respeta, carajo!