El amor a las estatuas, denominado «agalmatofilia» «estatuofilia», «monumentofilia», «petrifilia», «pigmalionismo», ha existido desde la Antigüedad. Mitos y realidades sobre cuerpos esculpidos que son contemplados como reales y, también, sentidos como fuente de emociones llenan los mundos artísticos. En un orbe masculino, no resulta novedoso, así, detenerse con la praxiteliana Afrodita de Cnido, ejecutada en torno al año 360 a. C., cuya belleza originó un turismo a la ciudad griega que la acogía, conforme apunta Plinio el Viejo (s. I) en su Naturalis historia. … Una más que enorme atracción, que hasta fue luz para que alguien iluminara sus sentimientos y se ocultase una noche en el templo, a fin de consumar una pasión… y la dejara manifiesta con íntimas maculae libidinis. Y es que tanto fuego llegaba a crear la estatua que Pseudo-Luciano de Samosata (s. II) en Amores hace saber que en un viaje a Cnido con dos amigos, al encontrarse el trío frente a la obra, uno de ellos, heterosexual, se encandila y, luego, al dar la vuelta para contemplar la espalda de la diosa, el otro, homosexual, es quien se impresiona. El propio Plinio el Viejo en el texto que señalamos anota que un Cupido, de Praxíteles, turbó tan sobremanera a Alcetas de Rodas que aun hizo físico su amor. ¿Y cómo no traer aquí al mito de Pigmalión, tan tratado desde Ovidio (s. I a. C. - s. I d. C.) y sus Metamorfosis? … Pero todo lo expuesto no es algo anclado en el pasado clásico, es verdad, si sabemos que el psiquiatra Richard von Krafft-Ebing (1840-1902) menciona a un jardinero que fue descubierto intentando un coito escultural con una Venus de Milo.
En la Edad Media, los anteriores ecos siguen despiertos. Lo advertimos cuando en el siglo XII hallamos referencias literarias que presentan a un protagonista que coloca en el dedo de una figura femenina una alianza, y esta, tomando un vivir, supone tal acto como un voto conyugal e, incluso, es obstáculo para que los esposos tengan relación de pareja. Un tópico, sí, que tiene reflejos en La Venus d’Ille, de Prosper Mérimée (1837).
El mundo medieval andalusí no fue un escenario de excepción, si nos paramos en el baño musulmán o hammam. Algunos de tales espacios podían verse ornamentados con esculturas.
Es una estatua de mármol vanidosa de un cuello cuya tez sonrosada y blanca es de una extrema belleza.
Tiene un niño, aunque no ha conocido esposo ni sufrido los dolores del alumbramiento.
Sabemos que es de piedra, pero nos vuelve locos de amor con sus lánguidas miradas.
(Abu Tammam Galib ibn Rabah al-Hayyam / siglo XI)
Y la historia continúa. A mediados del siglo XVI resultaban muy notables los debates acerca de la preponderancia de la Escultura o la superioridad de la Pintura y, asimismo, se vivían mucho las disputas sobre las potencialidades miméticas de la realidad por ambas artes. Los defensores de la primera recurrían, entonces, a cualquier auctoritas para destacar la nobleza y el poder del relieve frente a una supuesta tangibilidad del color. ¿Cómo no traer aquí hasta el ejemplo de un anónimo que en la Roma del quinientos se llenó de un deseo irrefrenable hacia la desnudez de la Justicia en la tumba del pontífice Pablo III? Y en el siglo XIX Gustavo Adolfo Bécquer, y El beso, ofrece nuevo testimonio al relatar que un oficial francés se fascina ante una marmórea dama española custodiada por un marido de piedra. El final, no les quepa duda, lo sentirán como un ardiente bofetón de prodigio literario. Con posterioridad, y junto a títulos con pigmaliones, lo pétreo sentimental derivará en otras materias, según leemos con E. T. A. Hoffmann y su autómata en «El hombre de la arena» (1817) o Auguste Villiers de l'Isle-Adam y su ginoide en La Eva futura (1886) o Consuelo Triviño Anzola y «La muñeca» (2009), entre múltiples citas.
Hoy en día, y por medio del cine, asistimos a una complejidad de la atracción amorosa por humanizados objetos. Y así es posible nombrar a Luis García Berlanga y su Tamaño natural (1974), película en la que Michel se enamora de un maniquí, o a Federico Fellini y su Casanova (1976), cuyo personaje principal se muestra hechizado por una autómata, a la que llega a poseer. Y lo mismo sucede con Craig Gillespie y Lars y una chica de verdad (2007), cinta que brinda el deslumbramiento por una muñeca. O el embeleso que causa un robot (Blade Runner, Ridley Scott, 1982) o el impacto hacia una «realidad» dada por sistemas operativos (Her, Spike Jonze, 2013) o por aquella procedente de técnicas holográficas (Blade Runner 2049, Denis Villeneuve, 2017).
Laura Bossi (2012) en De l'agalmatophilie ou l'amour des statues y, también, Jean Munro (2015) en Mannequin d'artiste, mannequin fetiche aportan otros artistas, cineastas, escritores, fotógrafos que no han dejado de mostrar el poder de seducción y sugestión de estos especiales sustitutos. En lo que a mí respecta, les aseguro que en un mundo sin amores de humana carnalidad siempre preferiré ser el marinero cautivado por una sirena, aunque esta tenga El corazón de piedra (Pablo Neruda, 1961). Al menos, y con granítica sinceridad, mi pasión se tallará con la ayuda de arenas, luces y mares.