Fabricando el mundo

¿Esto cómo funciona?

Vivimos rodeados de tecnología, pero sabemos cada vez menos sobre cómo funciona. Usamos dispositivos electrónicos, electrodomésticos, herramientas, incluso coches, sin tener ni idea de qué ocurre dentro cuando los encendemos. Solo esperamos que funcionen tal y como queremos que funcionen. Y si fallan, nos quejamos o los sustituimos por otro modelo.

¿En qué momento dejamos de querer entender cómo están hechos los objetos que usamos a diario?

Antes, los manuales de instrucciones eran libros llenos de páginas de especificaciones, instrucciones precisas para cada característica, incluso diagramas eléctricos o planos del interior el aparatejo. Era genial leerlo, al estilo de la película Matrix, pensando que con el pasar de las hojas absorberíamos todo ese conocimiento ancestral.

Hoy, como mucho, son un tríptico mal doblado con el título "Quick Start". Te explican cómo encender el aparato, cómo conectarlo y además tan parco en información que te quedas con cara de “pues vale”. Nada sobre sus componentes, su arquitectura, su lógica interna. Nada sobre cómo repararlo, ampliarlo, reprogramarlo o incluso usarlo de forma más avanzada.

Y eso tiene consecuencias. Nos vuelve usuarios pasivos. Nos quita poder. Nos convierte en dependientes tecnológicos que saben deslizar, pulsar y reiniciar… pero no desmontar, entender o arreglar.

¿Quién tiene la culpa? ¿Las marcas, que suponen que no nos interesa saber más? ¿O somos nosotros, que ya no exigimos (ni queremos) comprender lo que compramos?

Quizá es una mezcla de ambas cosas. Por un lado, los fabricantes prefieren dispositivos cerrados: más control, menos errores, más garantía de que el producto "funcione como debe". Vamos, un Apple de toda la vida.

Por otro lado, la mayoría de usuarios ya no tiene paciencia ni curiosidad para leer 40 páginas técnicas. Y así se rompe el vínculo entre el objeto y el conocimiento.

Pero cuando no entendemos cómo funciona algo, tampoco podemos mejorarlo. Ni repararlo. Ni adaptarlo a nuevas necesidades. Lo usamos exactamente como nos lo han diseñado. Y ahí hay un problema profundo: hemos perdido la soberanía sobre los objetos que usamos.

Frente a esta lógica, la cultura maker y la fabricación digital proponen otra cosa: recuperar el control. Diseñar nuestros propios objetos. Entender sus componentes. Compartir esquemas. Reparar lo que se rompe. Modificar lo que no encaja. Enseñar a otros a hacerlo. Volver a hacer preguntas como: ¿qué hay dentro?, ¿por qué funciona así?, ¿puedo mejorarlo?

No se trata de convertirnos todos en ingenieros. Se trata de recuperar una relación más activa y consciente con la tecnología. De no tener miedo a desmontar, abrir, explorar. Porque esa es la base de toda innovación. Y también de una ciudadanía más libre.

Si queremos una sociedad que no dependa de tres marcas globales para resolver sus necesidades técnicas, tenemos que empezar por exigir más información sobre lo que compramos. Y también por despertar nuestra propia curiosidad técnica. Volver a preguntar cómo funcionan las cosas. No para todos los objetos. Pero sí, al menos, para los que usamos todos los días.

Porque entender lo que usamos es el primer paso para cambiar el mundo en el que lo usamos.