Nadando entre medusas

No es poesía todo lo que reluce

Ocurrió este verano. Un grupo de amigos fuimos invitados a una cena, y cuando ya habíamos ocupado nuestros asientos, la anfitriona, alzando la copa, nos dijo: “A la hora de los postres, vendrá un amigo poeta a deleitarnos con la presentación de su última obra”. En ese momento, el marido de la anfitriona me dio un codazo y me susurró: “Entonces habrá que apurar las botellas de vino hasta que las podamos volcar sin ensuciar el mantel”. Pero el poeta apareció cuando aún se estaban sirviendo los entremeses. Y en vez de aparecer con un regalo para la anfitriona o un par de tintos con la debida solera, se presentó, sin la debida licencia de armas, con su poemario bajo el brazo. “¿Te has traído el chaleco antibalas?”, me dio otro codazo el marido. Y como suele suceder en este tipo de reuniones, el poeta se sentó en la mesa alegando que ya había cenado. Sin embargo, a los dos minutos, ya estaba halagando a la anfitriona por lo bueno que estaba todo: todo eso que los demás no pudimos catar, debido a esa velocidad de crupier que él demostró tener en las manos. 

Y como suele ocurrir en este tipo de reuniones, el poeta no esperó a los postres para deleitarnos con sus sonetos. Se puso en pie, y después de golpear suavemente la copa con una cucharilla, empezó a recitar con el índice apuntando al techo (como si éste fuera el culpable de sus desamores), y dejando, cómo no, un prudente silencio en cada terceto para poder recibir la ovación adecuada. De nuevo, el marido de la anfitriona volvió a darme un codazo: "¿Has traído un diccionario de sinónimos?”, me susurró, al ver que el poeta disparaba clichés ("mi alma", "mi corazón...") con un inmisericorde efecto metralla. Y cuando llegó la hora de los postres, después de habernos fusilados a todos con su talento, nos dio la gran sorpresa: “Y ahora voy a recitaros unos fragmentos de la obra de teatro que acabo de terminar”. En ese momento, me puse aún más rígido de lo que ya estaba para poder soportar un nuevo codazo del marido. Pero, cuando me giré, vi que estaba fumando un habano mientras se balanceaba en la hamaca del jardín. Una expresiva manera de confirmar lo que siempre he pensado: que la poesía admite géneros, pero, al contrario que las demás artes, no admite concesiones. Es decir: o el poeta es indiscutiblemente conmovedor, o es rematadamente insoportable.

Por ejemplo: para que podamos gozar de una película, ésta no necesita haber sido dirigida por Terrence Malick. Para poder suspirar ante un cuadro, no es imprescindible que esté firmado en el siglo XVII. Lo mismo ocurre con la literatura: una buena novela puede regalarnos entrañables momentos, sin necesidad de que haya sido escrita por Dostoyevski. Y de igual manera le sucede a la música: no hace falta que una canción nos recuerde al último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven (himno oficial de la Unión Europea) para que podamos tararear alegremente su letra cuando vamos conduciendo. 

Pero con la poesía, repito, esto es inadmisible. O el poeta lo es de verdad, o sus piruetas lingüísticas son capaces de cortar la mayonesa. Cuando esto ocurre, lo que el intruso práctica no es el lirismo, sino el patetismo. Como sus rimas se agitan más que una dentadura postiza, en vez de fijarlas con el bolígrafo, las fija con un destornillador. Es su sello personal: confundir la rima con la cacofonía. También se le reconoce por el uso y abuso de los adverbios dubitativos: “acaso", “tal vez", “quién sabe"..., lo que confirma el tedio que siente cuando se lee a sí mismo. Como nunca consigue provocar lágrimas de emoción en la audiencia, fríe y refríe sus endecasílabos hasta conseguir un exquisito perfume a churrería de feria. Como no puede resultar brillante, se define irreverente, y como no puede resultar introspectivo, se muestra lastimero. Su concepto del verso libre es tan liberal, que cuando llegamos a la cuarta estrofa de un poema suyo, comprobamos que tiene menos ritmo que un canto gregoriano. Naturalmente, a la hora de elaborar su currículo, lo llena de una paja tan inflamable como la que arde en sus pleonasmos, y entonces aprovecha para reflejar en él todos los premios literarios que ha ganado. Unos premios, por lo general, tan solventes como la Visa Luxury de Carpanta. 

El oído poético se puede educar, pero la sensibilidad no se puede maquillar a brochazos. Por eso, aunque la poesía se puede descubrir a cualquier edad, la mala chirría como una tiza en la pizarra. Sobretodo cuando el pseudopoeta, en vez de inhalar talento, transpira vanidad. Quizá no sabe que vano procede del latín vanus, que significa vacío, y que  en el mundo de la poesía, el superego es la metadona de la mediocridad. Basta con decirle que sus églogas podrían recitarse bailando el hula hoop, para conseguir que no vuelva a dirigirnos la palabra (algo que en vez de ser vivido como un castigo, ha de asumirse como un premio). Por eso, las personas que necesitan gustar a los demás pueden, en algunos casos, resultarnos entrañables, pero las que necesitan impresionarnos en todo momento, acaban provocando una sensación más agotadora que intentar poner música a las letras del Boletín Oficial del Estado. 

Y como para el pseudopoeta, las musas sólo sonríen a los escritores de la coz y el martillo, en las reuniones presume de ignorar a todos los que no ensayan alejandrinos con el puño en alto. Pero si todos hiciéramos lo mismo y leyéramos las obras de los grandes autores sólo después de haber analizado su biografía con la navaja del prejuicio o la lupa de la moral, entonces nuestra vida literaria se vería reducida a leer el periódico cada día. Por ejemplo, no podríamos gozar de Allan Poe, Marguerite Duras o Scott Fitzgerald por ser dipsómanos, ni de Oscar Wilde, Proust o Gil de Biedma por ser homosexuales. Tampoco de Quevedo, Larra o Jardiel Poncela por su machismo, ni de Jane Austen, Alfonsina Storni o Virgnia Wolf por su feminismo. Tampoco podríamos leer a Emilia Pardo Bazán, al Marqués de Santillana o Garcilaso de la Vega por ser aristócratas, ni a  poetas como Ángel Ganivet, Goethe o César Pavese (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”) por haberse suicidado. Y aún menos podríamos gozar de Sylvia Plath, Hölderlin o Anne Sexton, por escribir sus poemas en la desoladora habitación de un psiquiátrico.

Tampoco podríamos leer a poetas con anécdotas violentas, como la que protagonizó Verlaine, cuando le disparó un tiro en la muñeca a Rimbaud, o a premios Nobel como Vargas Llosa, por haber tumbado de un puñetazo en 1976 a otro Nobel, García Márquez, en el vestíbulo de un teatro. Y si acercáramos aún más la siempre empañada lupa de la moral, también deberíamos ignorar a Dickens, que a los 46 años se casó con una actriz de 18, o a Antonio Machado, que a sus 34 se casó con una de 15. Y tampoco podríamos recitar a Lope de Vega, porque en su juventud abandonó el seminario para fugarse con una mujer casada, y en su época de madurez, después de haberse ordenado sacerdote, continuó persiguiendo faldas como un podenco liebres asustadas. 

La diferencia entre el estereotipo y el prejuicio, es que el estereotipo es la simplificación gratuita de aquello que se desconoce, mientras que el prejuicio es la hostilidad contra aquello que se rechaza. Hay pseudopoetas que viven a costa de la poesía, y hay otros que, sin ser poetas, están dispuestos a morir por ella. Como Massimo Troisi, el protagonista de la película El cartero y Pablo Neruda, que en plena filmación le llamaron para hacerle el trasplante de corazón que llevaba años esperando, pero él decidió aplazarlo hasta que no terminara el rodaje.

Y justo cuando acabó, horas después murió de un infarto.