Durante mi juventud disfruté de mis encierros nocturnos rodeado de literatura. En estos encierros largos, dormía poco (y sigo durmiendo poco), y lo profundo de mi ser lo dedicaba a la lectura, y visitaba libros de los clásicos que me hacían retroceder en el tiempo. He visto todas las temporadas de la serie de televisión El Ministerio del tiempo, y para que me entiendan, me sentía como algún personaje de la serie cuando el episodio estaba dedicado a la cultura, ya fuera a escritores, pintores... Había libros que los consideraba amigos, que vienen del tiempo : cuando comenzábamos por aquella época el viaje hacia Ítaca (la Odisea de Homero) y ver qué nos depararía nuestra existencia, y luego está el final del viaje, que viene hablando del pasado, tanto en su escritura como en su volumen físico e ilustración de la portada. ¡Sí! Las páginas eran una voz que va y viene, encadenaban palabras, tenían arrugas en su amarillento color, olían como a algo así como a humedad, a ruinas acumuladas de la historia. Las portadas de los libros eran otra cosa, eran como damas maquilladas que te hablaban, y lo hacían de tú a tú, era como si comentáramos las experiencias vividas por ambos... Esas portadas, a veces, reflejaban tu presente, y eran la ventanilla de un tren que pasa vertiginoso por paisajes y estaciones varias y olvidadas con un andén repleto de gentes múltiples que acompañaban los trayectos de cada cual. Cuando subrayaba líneas de los libros me sentía bien, ya que era una forma de apropiarme de algunas ideas del literato en cuestión, y eso era admiración por las letras.
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