Jamás me he conformado con la idea de creerme lo que veo. Desconfío de las apariencias… y de los seres aparentes. No tengo fe en quienes dicen fiarse de aquello que se declara visible, en quienes defienden que no hay nada más que lo que se tiene delante de los ojos. Y, es cierto, para qué negarlo: yo, también, soy vástago de Auda Abu Tayi. «- Hijo, ¿qué moda es esta?» -dice el jefe del poderoso clan Howeitat. / «- Harith, padre». / «- ¿Qué clase de Harith?». / «- Un jerife Beni Wejh». / «- ¿Él es un Harith?». / «- No, padre. Es inglés» -aclaro sin dejar de mirar a Lawrence de Arabia (David Lean, 1962). Y me rebelo ante lo que la realidad me ofrece como imagen segura, lo mismito que el niño Jimmy en La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), que declara con furia que su madre no es su madre, a pesar de lo que todos consideran. Porque hay algo dentro de mí que me hace sostener que hasta en la supuesta nada hay mundos. … No atenerse a lo dado, y pensar que lo original, lo singular, lo único puede ser diferente en un segundo, un minuto, una hora…, igual que una rosa mutabilis, cuyas flores son blancas durante la mañana, pero que se tornan rosáceas en el mediodía y rojas por la tarde. ¿No es así, Federico, si atiendo a tu Doña Rosita la soltera? ¿Te parece correcto lo que apunto, Leopoldo, si recurro al jardinero de tu «Viola acherontia»? «Eres como la rosa de Alejandría: colorada de noche, blanca de día», dice una canción popular, recogida como cita en una novela de Manuel Vázquez Montalbán (1984). No detenerse en lo inmediato, entonces. Buscar más adentro de la realidad, al igual que Sergio Larraín, quien revelando fotos que había tomado cerca de la catedral Notre-Dame de París, y fuera del centro focal de una de las imágenes, repara en una pareja intimando. O como Rick Deckard con su máquina Esper, que le permite encontrar en una anodina instantánea hasta objetos ocultos, según Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Por eso, en cualquier momento procuro hallar una raíz a todo. «Cuéntale a tu corazón / que existe siempre una razón / escondida en cada gesto», nos canta Joan Manuel Serrat en «Sinceramente tuyo» (1986). ¿Y con las llamadas sincronicidades?, me preguntaría Carl Jung. Pues también. ¿… Cómo explicar que el 28 de octubre de 2023 un Barcelona luciendo una camiseta dedicada a los Rolling Stones fuera derrotado con los goles del madridista (Hey Jude) Beliingham? «Y en la humilde opinión de este narrador, eso no es algo que simplemente pasó. Esto no puede ser una de esas cosas. Esto, por favor, no puede ser eso. Por lo que a mí respecta, no puede ser. Esto no fue solo una cuestión de azar. No. Estas cosas extrañas suceden a todas horas», escuchamos en Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999). Y esto se defiende por no pocos, sí, aunque Pedro Salinas hable del azar como un villano, en «Adrede», en Confianza (1954), y aunque Joaquín Sabina musique sobre el azar como duende juguetón en «Juegos de azar» (1988). … Si bien, ya saben, algunos considerarían a Dios. «Gracias a Dios», oímos para lo bueno. «Siento como si toda la humanidad, y Dios también, estuvieran conspirando contra nosotros», oímos para lo malo… a Charles Ryder ante Julia Flyte, en Retorno a Brideshead (Charles Sturridge - Michael Lindsay-Hogg, 1981). ¿Y si no hay nada, creyendo a William Shakespeare?: «[La vida] Es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa», en Macbeth (1623). ¿O si prestamos atención a Nurit Iscar investigando un asesinato en la película Betibú (Miguel Cohan, 2014)?: «Un cajón mal cerrado, un portarretratos vacío o un libro que falta son elementos disonantes que quiebran un orden. ¿Habrá en esto algún indicio del crimen? ¿O somos nosotros los que necesitamos armar un sentido, los que siempre queremos encontrar señales donde solo hay simples objetos?».
En fin… Después de que hace meses mi cuerpo falleciera… y me incineraran, y pese a que ahora «Sé que no soy nada», como diría Stéphane en Un corazón en invierno (Claude Sautet, 1992), sigo defendiendo lo que les escribo a «ellos»… y a «ustedes». Y por más que no me vean o no sepan verme, esperaré, esperaré a que se convenzan de que detrás de lo que uno adjetiva existe algo sustantivo. Y como el narrador de «They», de Joseph R. Kipling, se darán cuenta de que «ellos»… y «ustedes» son los auténticos «fantasmas».