El ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, se nos está revelando como un canciller de provincias con ínfulas faraónicas. Al parecer, en su carrera diplomática aprendió que la mejor manera de estrechar relaciones es defenestrando a quienes considera prescindibles. Ya son cinco los embajadores cesados en un corto lapso de tiempo. El último en ser destituido ha sido el embajador de España en Corea del Sur. Su delito, despachar con Isabel Díaz Ayuso el pasado 10 de enero sobre la visita de la presidenta madrileña al país coreano.
Antes, fueron cesados el embajador de Bélgica, por dar una cabezadita mientras Albares peroraba en la Conferencia de Embajadores; el embajador de Croacia, por escribir un artículo en defensa del rey; el embajador de Sudáfrica y la embajadora de Dinamarca por desavenencias de gestión; en fin, una lista negra que el ministro Albares, con saña de dictador, apunta en su cuaderno de venganzas e intrigas. Todo el que no le cae en gracia es cesado. En su lugar, coloca las piezas afines a su tablero político. Un estratega de las relaciones internacionales, con látigo en mano, eso sí.
La purga de Albares no debe sorprendernos, es consecuencia lógica del sanchismo, que destruye todo aquello que huele a oposición. El ministro agita el látigo en su despacho, alza el brazo y atiza el suelo repetidas veces con el cuero. Endilga golpes con tal violencia que, su cuerpo menudo, salta un palmo por encima del kílim, alfombra oriental de trazos geométricos donde resalta el rostro pétreo de su jefe, Pedro Sánchez.
Qué paradoja, se ve crecido en los castigos que inflige a otros diplomáticos. Tan ufano, tan soberbio, tan apegado a las faldas de su amo. Cuando van juntos, bien parecen el punto y la i, a diferentes alturas, pero con la misma sonrisa burlona de las personas que disfrutan abusando de su poder. Émulos aventajados del famoso Dúo Sacapuntas, aquellos cómicos desiguales de los ochenta, provocan hilaridad allí donde van.
Qué diplomacia atesoran en sus magines, que tacto y delicadeza, que donosura o donaire, el uno parece un hábito y el otro pasa por fraile. Su religión es singular, imponer su voluntad por encima del prójimo. En esa extraña espiritualidad se sienten cómodos. Albares se echa en brazos del eje que forma el triunvirato formado por Rusia, China e Irán, frente al eje occidental que encabeza Trump. Prefiere la alianza con los malos, algo connatural al postulado sanchista.
A Albares le va la diplomacia del látigo. Es un vengador en formato mini, la guadaña que precisa Sánchez para segar la mala hierba de su jardín exterior. Los circunspectos embajadores se ven obligados a cambiar de aires por los antojos del ministro del ramo. Hay que ver, Albares, que rudo eres para ser diplomático de carrera. Tus colegas de la Asociación de Diplomáticos Españoles te están cogiendo ojeriza, no soportan tu sectarismo.
La arbitrariedad del ministro es propia del partido al que pertenece, el sanchismo ignora los cauces de la legalidad y la razón. Albares agita su látigo y golpea un mapamundi desplegado en su despacho. ¡Zas!, otro embajador tocado por la fusta del indómito Albares, ¡zas!, ¡zas!, otros dos más. Ríe con ganas y se le empañan las lentes al exhalar un suspiro de satisfacción. Suena el teléfono rojo sobre la mesa del escritorio. Es el jefe: Dime Pedro… sí, no te preocupes, a ese ya me lo he cargado. Ambos sueltan una sonora carcajada, mientras manosean las bolas de cuero trenzadas de sus respectivos látigos.