Antiguamente, la pseudoepigrafía era una práctica común que consistía en atribuir la autoría de un texto a alguien que no lo había escrito. Por ejemplo, algunas cartas neotestamentarias atribuidas a Pablo de Tarso las escribieron los discípulos después de su muerte (entre seis y siete, según la exégesis moderna), para que los seguidores de generaciones posteriores aceptaran en ellas una autoridad que en realidad no tenían. Como vemos, la pseudoepigrafía es lo contrario del plagio. Y aunque éste es más común en nuestros días, la pseudoepigrafía aún se practica, aunque su finalidad sea menos intelectual.
Por ejemplo: hace un par de semanas me topé con el anuncio de un escaparate que decía así: “Sana tus emociones con nuestra terapia holística basada en el potencial energético de los meridianos akásicos de tu cuerpo astral”. El nombre de una terapia tan científica ya me dejó sin aliento, pero lo mejor del anuncio es que la susodicha venía avalada por los últimos descubrimientos de la Universidad de Massachusetts. Nadie sabe por qué, pero esta universidad (la de Wisconsin parece que lleva el mismo camino) siempre acaba pagando la cuenta de los banquetes que celebran otros. Por eso tengo pensado hacer uno de estos cursos para sanar mis emociones, de manera que cuando llegue la hora de abonar el importe, pueda hacerle un “simpa” a la dueña, sólo para ver cómo ella sana las suyas cuando vea que me voy de su negocio sin pasar por caja.
Estos chiringuitos multienergéticos ofrecen terapias para casi todo. Si quieres hacerte una limpieza de chakras, en vez de venderte una botella de lejía que vale dos euros para que te restriegues bien, te venden un curso de biocibernética metamórfico-catalítica ortomolecular, que vale mil. Lo bueno es que, si haces el curso, te regalan un manual para aprender a levitar sin coger carrerilla. Algo muy práctico, sobre todo para ahorrarte la cola cuando estás en la puerta del cine. Lo que no acabo de ver claro es lo de la orinoterapia. Yo pensaba que esta práctica tan relajante era lo que muchos hacen cuando se meten en la piscina comunitaria, aprovechando que los vecinos están mirando para otro lado. Pero no. Por lo visto, es algo mucho más serio que pronto estará avalado por la Universidad de Raticulín. La verdad es que cuando entras en un chiringuito de éstos y ves todo el catálogo multiterapéutico, te sientes mucho más espiritual. Es como si llevaras tu karma a pasar la ITV.
Conozco a un vidente africano que asegura tener más de cincuenta años de experiencia, a pesar de que tiene sólo cuarenta y cinco años de edad. Esto sí que es ser un niño precoz, le comenté cuando me ofreció un hechizo para amarrar a mi mujer. “¿Y no puedes hacer un hechizo para desamarrar a mi suegra?”, le dije. Pero, en ese momento, el precio se disparó y no pudimos llegar a un acuerdo.
Otro día también vi el anuncio de un santero cubano que, por un módico precio, te enseñaba cómo rezarle al universo para que éste te conceda todos tus deseos. Estuve a punto de llamarle por teléfono para explicarle que rezarle al universo es lo mismo que rezarle a un botijo, con la diferencia que el botijo sirve, al menos, para calmar la sed. Rezarle al universo es tan absurdo como intentar venderle una cabina de rayos UVA al conde Drácula, principalmente porque el universo no existe. Es un ente de razón, como lo es el mundo, la naturaleza, la sociedad, la economía... Y un ente de razón es algo que sólo existe en nuestra imaginación. Por eso, rezarle a algo que sólo existe en nuestra cabeza y esperar que sirva para algo, es tan ridículo como tomar la sopa con tenedor o pelar una naranja para hacer el zumo. Lo curioso es que, siendo el ente de razón algo que sirve para ser aprehendido por nuestra inteligencia, al final pueda acabar sirviendo para desvelar una lamentable falta de ésta. Como ejemplo, los que dicen que en este mundo sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana..., y por no estar muy seguros de lo primero, acaban atribuyéndole esta frase a Groucho Marx.
“Lo bueno del saber es que no ocupa lugar. Y lo malo de la ignorancia es que le ocurre exactamente lo mismo”. Esta frase se me ocurrió ayer por la noche mientras veía un programa de Tele 5, pero a partir de este momento voy a decir en las redes sociales que es de François de la Rochefoucauld, a ver cuánto tardan los ciberadictos en atribuírsela a este escritor experto en la creación de sentencias.
Algo parecido ocurre con las influencers, esas glamurosas exhibicionistas de juventud incierta, (que no infinita) con menos estudios que la novia del Pato Donald (y muchas veces con un rostro semejante por culpa del cirujano cáustico) y que venden su charcutería anatómica a peso, conscientes de que siempre llegará algún patrocinador dispuesto a pesar sus discretos encantos en una báscula industrial. Por ejemplo, son ésas capaces de afirmar que un palíndromo es un helado de pistacho, el alfeñique una figura del ajedrez y el Machu Picchu el hermano de Pikachu. Son ésas que confunden el estructuralismo antropológico con la marca de unos tejanos, cuando oyen el nombre de Lévi- Strauss. Las mismas que en las redes sociales atribuyen frases de Steve Jobs a Antonio Machado, de Mohamed Alí a Gandhi, y de Antonio Gala a Bruce Lee. Las mismas cuyo pulso no tiembla a la hora de adjudicarle la autoría de un analecta de Confucio al desdichado Principito, que por cierto ya debe estar harto de que algunas se atrevan incluso a hacerle el protagonista de la célebre: “Be water, my friend”. Pero al entrañable personaje de Saint-Exupéry no sólo le atribuyen frases que jamás ha dicho. Las influencers se atreven a algo peor: utilizan aquellas que sí ha dicho, como por ejemplo “No llores porque se ha terminado. Llora porque ha sucedido”, y acaban atribuyéndoselas al protagonista de Los puentes de Madison. Pero no seamos pesimistas. Hace unos días detecté que alguien había atribuido una frase de Umberto Eco a Shakira, y cuando se lo comenté a un amigo catedrático de Literatura, me dijo que no me inquietara en demasía, pues la tragedia sería que esto hubiese ocurrido al revés.
Lo que demuestra la validez del efecto Dunning-Kruger: ese experimento que en la década de los 90 llevaron a cabo un profesor de Psicología social, David Dunning, y su alumno, Justin Kruger, gracias al cual pudieron comprobar que cuanto más incompetente es una persona, menos suele notar su incompetencia, y cuanto más competente es, más suele, paradójicamente, infravalorar su competencia. Por eso llegaron a la conclusión de que el ignorante, cuanto más ignorante es de su incompetencia, más posibilidades tiene de sufrir una hipertrofiada imagen de sí mismo, y lo peor: cuanto más incompetente es, más dificultades muestra para reconocer la competencia de los demás.
De esta cibermanía de imputar a los otros frases que nunca dijeron, no se ha librado ni el pobre Francisco de Asís, al que se le atribuye la sentencia “Cada vez necesito menos cosas, y las pocas que necesito, las necesito poco”. Lo curioso es que, de todas las órdenes franciscanas que existen, a ninguno de sus miembros le suena esta máxima, por cierto más socrática que franciscana. La explicación es que en las redes sociales, tanto los influencers como los ciberadictos necesitan poca cultura, y como la poca que necesitan, la usan poco, ya muy pocos se atreven a discutir que esta atribución no sea verdad. Pero esta frase no la dijo Francisco de Asís en sus cuarenta y cuatro años de vida. Estoy tan convencido, que si alguien consigue encontrar este pseudoepígrafe en alguna de las Alabanzas, las Bendiciones, las Cartas, las Exhortaciones, o en cualquiera de las tres Reglas del santo, no tendré inconveniente alguno en invitarle a cenar en el restaurante que sea de su agrado.
Y por supuesto, sin cometer la vulgaridad de mirar de reojo el precio del menú.