En diciembre de 1989, Estados Unidos invadió Panamá y derrocó a Manuel Antonio Noriega, el dictador militar que había pasado de aliado estratégico a estorbo incómodo para Washington. Aquel episodio marcó el fin de un ciclo de dictaduras latinoamericanas que, como piezas de ajedrez, se movían al ritmo de intereses externos. Sin embargo, en el relato de los vencedores rara vez se escuchan las voces de los mártires locales: aquellos opositores, periodistas y líderes civiles que, antes de la intervención, pagaron con su vida la osadía de oponerse a un régimen corrupto y sanguinario.
Entre ellos, se recuerda a Hugo Spadafora, médico de origen italiano-panameño, brutalmente asesinado y decapitado en 1985 por órdenes del aparato represivo de Noriega, convirtiéndose en símbolo de una resistencia que, irónicamente, solo se visibilizó cuando los tanques estadounidenses ya estaban en las calles de Ciudad de Panamá.
Hoy, décadas después, Venezuela refleja con precisión quirúrgica aquel mismo patrón de tragedia y cinismo internacional. Donald Trump, durante su presidencia, amenazó públicamente con enviar tropas al país caribeño para poner fin al régimen de Nicolás Maduro. Una promesa que nunca pasó de ser un recurso retórico, pero que dejó en evidencia que, en la arena internacional, la democracia de los pueblos no suele ser el motivo real de las maniobras militares, sino la consecuencia accidental de un cálculo geopolítico.
Mientras tanto, el verdadero mártir en esta nueva tragedia no es un líder aislado, sino todo un pueblo sometido al hambre, la persecución y el destierro. Leopoldo López, líder opositor, estuvo a punto de ser asesinado, convirtiéndose en la figura viva de un país entero crucificado por la indiferencia global y la brutalidad de su gobierno.
Lo más doloroso es que, mientras el mundo debate entre sanciones, diálogos y amenazas, en Colombia algunos sueñan con espejos peligrosos.
Gustavo Petro, en lugar de convertirse en garante de la libertad y la justicia regional, juega con la retórica que normaliza dictaduras, relativiza el sufrimiento de los pueblos y abre la puerta a que Colombia quede en el mismo rincón oscuro de la historia en el que hoy está Venezuela.
Pretender que se puede coquetear con el modelo de Maduro y al mismo tiempo proclamarse progresista es un insulto a la memoria de quienes han muerto resistiendo el autoritarismo, y una advertencia para quienes aún creen que nuestra democracia es invulnerable.
Los mártires, ayer como hoy, son los mismos: hombres y mujeres que enfrentan un aparato represivo que los supera, que confían en que algún día el mundo recordará sus nombres no como daños colaterales, sino como el verdadero rostro de la dignidad. De Spadafora a Leopoldo López, de Panamá a Caracas, de Noriega a Maduro, la lección es clara: cuando la democracia se convierte en cálculo, la justicia siempre llega tarde y el costo lo pagan los inocentes.
Si algo nos enseña la historia es que los imperios no intervienen por compasión, sino por conveniencia. Y que las naciones que se permiten imitar el peor rostro del poder terminan convirtiéndose, tarde o temprano, en aquello que juraron no ser.