Un gallego en la galaxia

Hacia una cultura del diálogo

Siguiendo mi curiosidad infantil hacia todo lo que hacían los mayores, un día me colé en una asamblea en la que iban a discutir el mantenimiento de la puerta de las arquetas de la aldea. La puerta de hojalata se estaba oxidando. Pero tan pronto empezaron a tratar el tema, viejas rencillas se interpusieron. Se enzarzaron en una sarta de insultos y no llegaron a ningún acuerdo. El óxido siguió royendo el hierro hasta que no tuvieron más remedio que comprar una puerta nueva, que era mucho más cara que un par de brochas y un bote de pintura. Ese simple incidente me alertó de la importancia del diálogo y la comunicación, no ya en el ámbito de la acción pragmática sino en el de la relación humana a todos los niveles, pues sin comunicación y entendimiento mutuo todo degenera en la fragmentación y el conflicto, por lo que no hay verdadera cooperación, solidaridad o cultura. 

Años más tarde tuve la suerte de encontrarme con el filósofo y físico teórico David Bohm, cuya propuesta de diálogo extendía mis inquietudes juveniles a la condición humana. Bohm planteaba el diálogo como una vía necesaria de afrontar la fragmentación generalizada dentro del ámbito relacional y colectivo, en el cual la multitud de convicciones encontradas no sólo apuntaba a la falta de cohesión social sino a la incoherencia del pensamiento. Bohm definía ‘diálogo’ como una forma de compartir significado a través del intercambio verbal. No se trataba, sin embargo, ni de un debate ni de una discusión, pues no era una cuestión de convencer o persuadir. Tampoco era una tertulia, donde lo principal es el intercambio de ideas. El propósito fundamental era más bien la creación de un espacio en el que la comunicación sirviese de espejo de los supuestos, valores e intenciones que controlan nuestra forma de ser y sus contradicciones endémicas. Era una propuesta experimental para desarrollar lo que denominaba ‘propiocepción’, o sea la autoconciencia que permitiese percibir cómo el pensamiento condiciona nuestra existencia y participa en la configuración de la realidad.   

Dicho diálogo funcionaría como un microcosmo del ámbito sociocultural. En su planteamiento Bohm admitía cualquier tema, pero no se proponía un fin o dirección específicos ni procuraba imponer un consenso o evitar la confrontación. Lo esencial era propiciar una verdadera comunicación estableciendo un significado común entre los participantes. Esta participación sostenida generaría un contenido compartido de la consciencia que al suspender la mecánica refleja del pensamiento fomentaría el aprendizaje y la creatividad. Esto recrearía lo que Bohm, recuperando el término empleado por los cristianos primitivos, denominaba ‘koinonía’, o sea una comunión humana. Al ser una conversación entre iguales, la jerarquía y la manipulación no tendrían cabida en dicho diálogo, aunque cierta facilitación acaso fuese útil y necesaria. Para Bohm el espíritu del diálogo era el de una danza colectiva de la mente, una aventura continua que abre nuevas vías de entendimiento y transformación. 

Tal como están las cosas, es evidente que dicha propuesta podría contribuir significativamente a disolver cantidad de tensiones y enfrentamientos a escala local e internacional. Hablando se entiende la gente, pero en general el pensamiento se encierra en una serie de compartimentos estancos en el que permanece incomunicado. Esa incomunicación es lo que está detrás de todos los conflictos y desastres anunciados de este hermoso y sufrido mundo. Se habla mucho, pero no se entiende nadie porque la comunicación es un diálogo de sordos. Esencialmente, la propuesta de Bohm es una invitación a recuperar nuestra universalidad e integridad perdidas participando del significado holístico y original del logos detrás de la vorágine de incoherencias y contradicciones que nos deforman. Sería cuestión de sentir la urgencia, percibir la relevancia y arriesgarse a iniciar el experimento invitando la hermandad oculta en la palabra y su silencio.