¿Saben las cámaras la verdad?

En busca del archivo perdido: diálogo sobre la naturaleza humana

En este artículo analizo el proceso creativo, vital y argumentativo de mi primer ensayo.

La primera parte del libro se forjó en mis inicios como escritor, allá por la pandemia. Tras la lectura de La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, comenzó a despertarse en mí un interés por la literatura como arma a través de la cual podía plasmar ideas abstractas y universales mediante historias concretas y, en particular, a través del género novelístico, pero también de la poesía o el ensayo más literario. Otras lecturas clave fueron Crimen y castigo, de Dostoievski; la saga de Episodios de una guerra interminable, de Almudena Grandes; la obra de Cristina Morales; los diálogos platónicos reinterpretados por Ernesto Castro; o la novela de Elizabeth Duval Madrid será la tumba. Cada uno, a su manera, me mostró que era posible introducir en los diálogos o en las imágenes poéticas de una novela auténticas reflexiones sobre política, filosofía o psicología, que por entonces eran tres de mis principales intereses.

Durante la pandemia surgieron algunos borradores con diferentes personajes, la mayoría ligados al ámbito académico universitario.

El diálogo final, por su parte, nace de un trabajo que realicé para la asignatura de Teoría Política, en mi carrera de Ciencias Políticas y de la Administración. Muchas de las reflexiones que allí aparecen beben de lecturas y personas con las que entré en contacto durante esos años, como Ramón Máiz o Miguel Anxo Bastos. Aquel diálogo quedó guardado en un cajón, y más tarde lo rescaté para este proyecto. También fue en esos años cuando me adentré en la obra de los hermanos Castro Nogueira, en particular en su libro ¿Quién teme a la naturaleza humana?, que activó mi interés por el tema. A la par, abandonaba la terapia cognitivo-conductual y comenzaba un proceso de psicoanálisis lacaniano con Manuel Fernández Blanco.

Todo esto me llevó, en primer lugar, a cursar un máster en Filosofía en la USC, donde, además de otros autores, empecé a adentrarme en la parte teórica del psicoanálisis, sin abandonar mis intereses en la filosofía política. Posteriormente, y sin tener aún claro el tema de mi tesis, decidí apostar por la literatura como vía y proceso para aclarar mis ideas, y cursé el máster de Creación Literaria en la Universidad Pompeu Fabra.

Llegué allí con una idea de la literatura y la filosofía como dos formas de conocimiento cuyos bordes se entremezclan. En ese momento me interesaron autores como Pessoa o Kierkegaard, y la idea de la fragmentación de la identidad. Oscar Parcero Oubiña y Maria Dolors Perarnau Vidal, con su asignatura de Filosofía y Literatura, fueron de gran influencia en este sentido. De la misma manera que Benito Albaizar.  Fui viendo que mis capítulos literarios acababan impregnados por mi experiencia práctica en el psicoanálisis.

Quería aprovechar para detenerme un momento en una de las ideas que más me obsesionaron durante la escritura del libro, y que, de alguna forma, lo atraviesan en su conjunto: la relación entre la novela y el ser, o mejor dicho, el modo en que la novela se resiste a lo que Heidegger llamó el "olvido del ser", olvido de la reflexión sobre la existencia en el mundo o del humano arrojado al mundo Dasein.

Esto es de interés porque a pesar de que en España existen numerosos filósofos que además han sido claves para la historia de la filosofía, como es la escolástica de Juan de Mariana, Las disputaciones metafísicas de Francisco Suarez, Ortega, Zubiri o María Zamorano. También existen autores como Emilia Pardo Bazán, Baroja o Unamuno, que han sondeado la permeabilidad de estos contornos.

A veces me detengo a pensar en cómo en España se respira una tradición literaria que, en muchos sentidos, ha eclipsado a la tradición filosófica. Es curioso ver cómo, en este país, la narrativa, el ensayo y la poesía han logrado, a lo largo de los siglos, captar y encarnar esa ambigüedad del ser que la filosofía intenta descifrar, pero que la literatura vive de manera visceral.

Quizás se deba a que, en nuestra historia, la palabra se ha erigido en un instrumento de resistencia, en una forma de confrontar la realidad con una voz personal y colectiva. Mientras que la filosofía, con su rigor y sus sistematizaciones, ha buscado respuestas universales, la literatura ha optado por el camino de las preguntas, del relato de la experiencia individual y del misterio inabarcable del existir. En nuestras letras se palpa el eco de Cervantes, de Quevedo, y de tantos otros que, con humor y melancolía, han logrado que lo cotidiano se transforme en eterno.

Esta herencia literaria nos ha permitido tejer un discurso en el que la ambigüedad, la ironía y el desencanto no son signos de fracaso, sino de una vital búsqueda del significado. En cambio, la tradición filosófica, menos nutrida en nuestro acervo cultural, se ha visto a menudo relegada a los márgenes del paper académico, como si lo abstracto y lo teórico quedaran atrapados en un silencio que la narrativa, en su insistencia en lo vivido, decide romper. Así, la novela y el ensayo se convierten en los escenarios privilegiados para desentrañar los enigmas del ser, para explorar la levedad y el olvido, como ya nos recordaba Kundera y, de alguna forma, Heidegger.

Me encontré con esta idea leyendo a Milan Kundera, en esos pequeños ensayos que tienen más de confesión que de sistema, donde va desgranando qué significa para él escribir una novela. En El arte de la novela dice algo que se me quedó grabado: “El único lugar donde aún se plantea la pregunta por el ser es la novela”. Lo dice así, sin rodeos, como si fuera una obviedad, y sin embargo me parece una de las intuiciones más potentes de la literatura contemporánea.

Porque mientras la filosofía heideggeriana nos habla del ser como eso que ha sido olvidado por la técnica, por el pensamiento calculador, por la lógica de la productividad, por ese afán acaparador de algunos humanos, la novela —desde Cervantes hasta hoy— , parece hacer justamente lo contrario: se detiene, incomoda, abre zonas de ambigüedad, pone en escena vidas que no encajan, que dudan, que fracasan, que se repiten. La novela, entonces, no busca definir al ser sino perderse en él, en su apertura a la posibilidad, y eso, en tiempos de identidades absolutas y algoritmos que nos devuelven siempre lo mismo, me parece profundamente político.

De alguna manera, el gesto de Kundera es decirnos: si la filosofía ha olvidado al ser, tal vez la novela pueda recordárnoslo. Pero no como concepto ni como respuesta, sino como experiencia, como pregunta encarnada en personajes que no saben qué hacer con sus vidas, que se contradicen, que no tienen una ética clara ni una teleología progresiva, sino algo mucho más frágil: deseo, miedo, risa, tiempo.

En La insoportable levedad del ser eso se encarna de forma brutal. La existencia sin eterno retorno, la ligereza de lo irrepetible, ese vértigo que nos empuja a vivir sin manual de instrucciones. Tomas, Sabina, Teresa: todos ellos intentan habitar su vida como si hubiese un sentido, y fracasan. Pero ese fracaso es el corazón de la novela: no hay lección, hay existencia. No hay doctrina, hay experiencia. Y en esa experiencia —como en el psicoanálisis— algo del ser se revela. O al menos, se desoculta.

Por eso, escribir este diálogo novelado fue también una manera de pensar esa levedad, ese olvido, ese hueco que deja el ser cuando no sabemos nombrarlo, pero aun así insistimos en buscarlo. Porque quizás, como decía Heidegger, la verdad no se dice, se deja ver, se desoculta. Y la novela —a su manera, con sus personajes, sus contradicciones, sus diálogos absurdos— puede llegar a ser ese lugar donde lo que somos, o lo que no supimos ser, aparece, aunque sea un segundo.

De todos estos elementos surge este proyecto, que evolucionó desde lo que en un principio iba a ser un relato con algunos tintes autobiográficos —una búsqueda de la esencia humana en mí—, hacia una obra en la que, a través de la polifonía y la confrontación de diversos personajes, se intenta abordar la más difícil de las verdades: saber cuál es la naturaleza o la esencia de eso que es humano. La pregunta kantiana: <<¿qué es el ser humano?>> Esto evidentemente ya era un sesgo propio, pues existe un debate que recorre toda la filosofía acerca de si hay una esencia o en verdad somos un folio en blanco. Y luego lugares intermedios. Esto creo que lo podrá aclarar mucho mejor Fran

Al final, lo que iba a ser un proyecto académico, fue pospuesto para un futuro y se hizo este primer borrador usando la literatura y la ironía,  sobre todo en lo que respecta a los supuestos personajes que podría haber sido y no fui por mis decisiones. A través de esta obra y del trabajo en terapia, traté de construir un bosquejo de mi identidad por oposición, por confrontación con los personajes que aparecen en el libro: hombres obsesionados con su trabajo, con relaciones amorosas compulsivas, o con ciertas conductas adictivas. Y trate de mostrar lo fragmentaria que puede ser la personalidad o la identidad, aunque, uno debe hacerse siempre responsable, y esa fue una enseñanza esencial del psicoanálisis, el hacerse responsable de las identificaciones con las que se siente representado.

En este sentido, En busca del archivo perdido: ensayo sobre la naturaleza humana es también una novela ensayística sobre la sobrerrepresentación de la depresión, la masculinidad tóxica, la infancia, la adolescencia y los inicios de la adultez en la literatura y en la esfera pública actual, como una especie de reacción o berrinche porque “el otro” del hombre ha comenzado a alzar la voz.

Esos personajes protagonizan la primera parte, la del diálogo novelado. Pero son observados con distancia e ironía —o postironía—, con la convicción de que esas vidas se dan y se hayan dado, pero resultan irónicas, sobre todo si consideramos que solo aparece una mujer en el fondo del diálogo.

También podríamos trazar algún paralelismo con obras literarias o musicales, como La conjura de los necios o una canción de The Smiths, salvando las distancias, por el patetismo y la vulnerabilidad que muestran muchos de los personajes. Quienes lo hayan leído —y quienes no— podrán reconocer la pluralidad y el carácter dialógico de autores tan canónicos, pero siempre reivindicables, como Platón o Dostoievski. Ese "teatro filosófico" que algunos, como Taminiaux, ven en los diálogos de Platón, o la novela polifónica que Bajtín atribuía a la obra de Dostoievski.

La tesis o premisa narrativa que intento defender en el libro es la apuesta por el eros —ya sea en forma de amor al saber, a una pareja o a un amigo— como forma de contrarrestar o sublimar la pulsión de muerte, aquello que está más allá del principio del placer y del principio de realidad. La pulsión de muerte para quien no conozca el término es el deseo de volver a lo inorgánico o a un estado de calma o no excitación libidinal. Un poco la conclusión es que lo que salva a los personajes de sus demonios es su pasión por el saber, su amistad, o la relación que Amigo mantiene con Verónica.

En cuanto al diálogo final, se entiende la naturaleza humana en la línea de Stevenson, Haberman, Wright y Witt en Trece teorías de la naturaleza humana como:

  • Una comprensión metafísica del universo y del lugar que la humanidad ocupa en él.
  • Un conjunto de afirmaciones generales sobre el ser humano, su sociedad y la condición humana.
  • Un diagnóstico sobre lo que está mal en el ser humano.
  • Una prescripción para solucionarlo.

A continuación, expongo brevemente las distintas posturas de los personajes:

Liberalix: defiende una visión iusnaturalista anarcocapitalista de la naturaleza humana, según la cual existiría una idea creacionista y esencialista del universo. Sostiene que los seres humanos son libres y deben respetar la libertad entendida como no interferencia en la conducta libre del otro. El problema sería el Estado, y la solución, su abolición. Concibe al ser humano como un animal racional, relegando el papel de las emociones.

Amigo: representa la postura marxista, según la cual el ser humano posee un conjunto de necesidades básicas, biológicas y universales, a las que se suman otras socialmente construidas, determinadas por el modo de producción vigente. Su visión del universo es atea y determinista. El problema serían las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción bajo el capitalismo, y la solución, su abolición.

Academio: defiende la perspectiva bio-psico-sociológica de los hermanos Castro Nogueira, con una visión determinista del universo. Según él, la naturaleza humana no es tan relevante en el debate sobre la justicia o el bien común, porque tanto la naturaleza como nuestras creencias son cambiantes y determinadas por el grupo social al que pertenecemos. Así, propone que el cambio debe pasar por transformar los agentes de socialización, los discursos dominantes, y escuchar el “llanto desconsolado de nuestra madre tierra”. En definitiva, sostiene que lo natural no es necesariamente lo bueno, ni lo eterno.

Lo demás, como dice la contraportada del libro, es un misterio que, como las grandes verdades, sólo se desvela parcialmente a través de la escritura y el diálogo