Todavía recuerdo cuando en la mesa de muchos restaurantes de Madrid se ponía un bote de bicarbonato. La cantidad de ‘gastríticos’ y ‘ulcerosos’ así lo requería, personas generalmente malhumoradas por esa causa como la literatura ha reflejado en múltiples ocasiones. El efecto del bicarbonato sódico era inmediato al neutralizar el ácido clorhídrico del estómago, aliviando la molesta acidez al tiempo que se eructaba plácidamente. El problema era el ‘efecto rebote’ por el cual la acidez volvía a las pocas horas, el bicarbonato aliviaba momentáneamente pero no curaba, así muchos pacientes se sometían a cirugías agresivas para extirpar parte del estómago y duodeno para eliminar las úlceras.
El descubrimiento de la cimetidina en los años 70 cambio radicalmente el panorama, este medicamento aliviaba y curaba las úlceras gastroduodenales, por lo que la cirugía en esta patología se redujo al mínimo. En los años 80 apareció el omeprazol, aún con mayor capacidad para controlar la producción de ácido en el estómago y una eficacia curativa superior. Así quedó establecido el paradigma de que desaparecido el ácido se curaba la úlcera. En este contexto aparecieron los trabajos de Robin Warren y Barry Marshall que pretendían que las úlceras gástricas eran una enfermedad infecciosa producida por el Helicobacter pylori. El escepticismo de la comunidad científica fue muy grande y esta hipótesis no fue aceptada.
Marshall, un tanto desesperado por el rechazo a su planteamiento, tomó una decisión heroica. Él mismo ingeriría un cultivo de esta bacteria para demostrar sus efectos en el tubo digestivo. Lo hizo en 1984, lo que supuso una prueba casi definitiva de sus teorías, pero sus pares necesitaron bastante tiempo para aceptarlo. Poco a poco se fueron desarrollando test diagnósticos para detectar la bacteria y tratamientos antibióticos para acabar con la infección, procedimientos que hoy forman parte de la rutina asistencial. En 2005 se concedió el Nobel por estos hallazgos a Warren y Marshall.