De suelta lengua

Del best-seller al musical

Cincuenta millones de ejemplares vendidos convierten a Los pilares de la tierra en un superventas sin parangón en el ámbito de la novela histórica desde su publicación en 1989. En sus mil páginas, Ken Follet, que ya era un maestro en el suspense, evocaba brillantemente una época convulsa y oscura de pasado medieval, la anarquía política de la Inglaterra del siglo XIII, al tiempo que describía con precisión el auge del gótico en la arquitectura inglesa en el marco de distintas relaciones de poder y aventuras amorosas.

La productora Beon Entertainment, tras siete años de proceso creativo y más de cuatro millones de euros invertidos, ha adaptado al teatro musical la magna obra histórica de Follet, haciendo de Madrid la primera ciudad en albergar el trasvase de la página al escenario, en un libreto con el sello de Félix Amador que encierra –con las evidentes dificultades que supone condensar tanta información histórica, fabular y demás entramado novelístico– en una pieza sugerente, atractiva y evocadora que está haciendo las delicias de los espectadores y la crítica. 

˝Los pilares de la tierra", el musical
˝Los pilares de la tierra", el musical

La dramaturgia, como digo, permite al espectador viajar por la trama sin tener la sensación de asistir a distintos cuadros inconexos, peligro al que se enfrenta dicha necesidad de condensación. Digna de aplauso es la introducción de una loa inicial en el segundo acto, siguiendo la estética habitual de las comedias áureas, donde a propósito de unos personajes bufonescos y con un aire de trova provenzal, se nos da cuenta de todo lo ocurrido y se nos adelanta lo que ocurrirá.

Quizá las letras de las canciones imbricadas en esta dramaturgia, amén de sus coreografías, pequen en demasía en su subrayado lírico de las relaciones personales, perdiendo la ocasión de aprovechar el tirón belicista y la garra dramática de algunos pasajes de la novela. Se echaba en falta, también, más de verdad en las peleas de espadas, algo escolares, sobre todo si tomamos como referencia las direcciones de esgrima escénica tan brillantes a las que nos tiene acostumbrados el gran maestro de armas que es Jesús Esperanza.  

En cualquier caso, la interpretación del reparto –tanto vocal como dramática– es encomiable, destacando sin duda la fuerza expresiva de Alberto Vázquez como Bartholomew, la potencia dramática de Julio Morales y su Tom Builder, la luz y el encanto de Cristina Picos, y la fortuna de haber visto a Guillermo Pareja como un oscuro y malévolo Walerian Bigod. Así las cosas, el espacio sonoro y la composición musical de Iván Macías imprimen al espectáculo un aire épico que acerca el interés del espectador hacia toda la trama en un emocionante viaje musical.

La puesta en escena de Federico Barrios aprovecha la totalidad del espacio escénico añadiendo en su experiencia un regusto inmersivo, donde la escenografía de Ricardo S. Ramos se prolonga hacia el espectador, haciéndolo formar parte del espectáculo. Algo superlativa es la aparición de la figura de la Virgen que hace decaer la emoción del pasaje por su factura exagerada, más cercana a unos gigantes y cabezudos que a una imagen gótica. Aplauso para las luces de Felipe Ramos y su genial interacción no solo con el elenco y los subrayados musicales sino con todo el espacio escénico y su aprovechamiento escenográfico.

En definitiva, al margen del par de apuntes señalados, la versión musical de la novela de Follet es un ambicioso proyecto escénico que demuestra la buena salud de la que gozan los musicales de factura española, al tiempo que consolida el buen hacer de una productora referente en las artes escénicas y apuntala su buen gusto creativo. Que no falten sillares para sus catedrales teatreras.