En los últimos veinte años, mientras la vida pública dominicana se agitaba entre escándalos políticos, tensiones migratorias y una modernización que parecía avanzar más por inercia que por convicción, se gestó un acontecimiento intelectual cuyo valor solo ahora empezamos a comprender en toda su dimensión. La alianza académica entre la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) no fue, como tantos convenios universitarios, un gesto administrativo condenado al olvido. Fue, más bien, el inicio de una transformación silenciosa, gradual, pero profunda, en la manera de enseñar y practicar la filosofía en la República Dominicana.
La historia es, en esencia, un diálogo entre dos tradiciones muy distintas. Del lado vasco, una cultura intelectual forjada en debates sobre política, ética, historia y estética, cultivada con rigor y continuidad. Del lado dominicano, una tradición marcada por la convivencia tensa entre modernidad y atraso, democracia y autoritarismo, pluralidad y exclusión. Lo extraordinario es que ambas realidades encontraron un puente sólido en dos figuras: José Ignacio Galparsoro, profesor de filosofía en la UPV/EHU, y Andrés Merejo, pensador dominicano dedicado a descifrar las mutaciones tecnológicas y culturales del presente. Sin ellos, la alianza no habría adquirido el espesor que hoy tiene.
El primer impacto se dio en el plano institucional. La creación de programas de máster y doctorado conjuntos, entre ellos Filosofía en un mundo global y Sociedad democrática, Estado y Derecho, permitió que un número creciente de dominicanos accediera a una formación filosófica que antes estaba fuera de su alcance. Lo que durante años fue una isla intelectual, sostenida por esfuerzos heroicos, se convirtió en una comunidad más articulada, con redes de investigación, metodologías claras y estándares comparables a los europeos. No es casual que hoy las aulas de la UASD alberguen debates sobre ciudadanía global, biopolítica o ética tecnológica, filosofía política temas que hace tres décadas parecían lejanos, casi ajenos.
Pero esta alianza no se explica solo por su estructura académica. Galparsoro ha sido una presencia constante, directa, más cercana de lo que suele ocurrir en convenios internacionales. No impuso su voz, sino que escuchó, comprendió y supo leer la complejidad caribeña sin caricaturas ni paternalismos. En sus cátedras y conferencias muchos docentes dominicanos descubrieron algo que faltaba: la certeza de que la filosofía no es un lujo reservado a las academias europeas, sino una herramienta indispensable para pensar los problemas urgentes del país. Su influencia no radica únicamente en las ideas, sino también en una cultura intelectual que exige claridad, coherencia, respeto por las fuentes y un ejercicio disciplinado del debate.
El papel de Merejo ha sido complementario y necesario. Si Galparsoro ofreció el marco teórico, Merejo proporcionó la traducción cultural. Insertó en el debate dominicano temas globales como la inteligencia artificial, la ciberpolítica o la economía de la atención, y lo hizo desde una perspectiva capaz de interrogar la realidad nacional. En un entorno donde la filosofía solía limitarse a reproducir tradiciones ya establecidas, Merejo impulsó preguntas nuevas y mostró que el pensamiento puede anticiparse a la política, advertir riesgos, abrir caminos. Gracias a él, la discusión filosófica dejó de ser una actividad contemplativa y se volvió una forma de intervenir, aunque sea modestamente, en la vida pública.
El segundo nivel de impacto es epistemológico. La colaboración UPV/EHU–UASD desplazó el centro del debate filosófico dominicano hacia cuestiones que hoy resultan ineludibles: democracia, ciudadanía y globalización. Antes, gran parte de la reflexión se desarrollaba en circuitos cerrados, apegados a la historia de las ideas o a las lecturas más rígidas del marxismo. Con esta alianza, la filosofía se volvió una herramienta para pensar el presente. Por eso proliferan investigaciones que examinan la crisis democrática, la fragilidad del Estado, las tensiones del espacio público y los dilemas éticos de la tecnología. No se trata de modas académicas, sino de respuestas a urgencias nacionales.
El tercer nivel, quizá el más decisivo, es humano. Los profesores dominicanos formados en estos programas se han formado con una idea más exigente del oficio intelectual. Dejó de ser suficiente la docencia rutinaria. Ahora investigan, publican, participan en congresos y conectan la filosofía con el derecho, la política y las ciencias sociales. Esa renovación se siente ya en las aulas de la UASD, donde una nueva generación de estudiantes recibe una formación más rigurosa y universal, pero también más consciente de su realidad dominicana. Porque un país solo se entiende realmente cuando se piensa en perspectiva, comparado y contextualizado en el mundo.
La alianza demuestra que la filosofía, lejos de ser un adorno intelectual, puede servir como puente entre culturas, como espacio de reflexión en sociedades acostumbradas al vértigo de lo inmediato. En un país donde la vida pública suele consumirse en polémicas efímeras, la filosofía devuelve algo que la política rara vez concede: una mirada más lenta, más crítica, más libre.
No hay que exagerar su impacto, pero tampoco minimizarlo. No ha transformado la sociedad dominicana, ningún programa académico podría hacerlo, pero sí ha cambiado el modo en que un grupo relevante de intelectuales piensa, escribe y enseña. Y ese cambio, pequeño pero persistente, es el germen de cualquier transformación duradera.
Sin embargo, conviene destacar una dimensión que suele quedar relegada al final. Este programa creció gracias a un grupo de profesores cuya dedicación y trato humano fueron decisivos: Nicanor Unsua, Iñigo Galzacorta, Luis Garagalza, Bárbara Jiménez, Esteban Anchústegui, Julio Minaya, Juan Telleria e Ignacio Ayestarán. No fueron visitantes fugaces. Han sido maestros en el sentido más serio del término. Dieron tiempo, paciencia, rigor y, sobre todo, respeto. Creyeron en los estudiantes dominicanos y los trataron como interlocutores válidos, capaces de pensar con profundidad y sin complejos. Esa confianza, que no figura en ninguna estadística, es la que deja huellas duraderas.
Allí reside, quizá, el aporte más íntimo de la alianza: profesores que entendieron que enseñar filosofía en la República Dominicana no era un trámite académico, sino un compromiso con la formación de ciudadanos más críticos y más libres. Y ese gesto, que empieza en el aula y termina en la conciencia de quienes aprendieron de ellos, es lo que da sentido a este esfuerzo.