Fortuna Imperatrix

Alegoría de las doradas

Somos las doradas los peces más tímidos del ancho mar, y los únicos del acuático mundo que adoramos la música de Mozart, la cual nos estimula maravillosamente el apetito y favorece la función digestiva. Es cosa de ver cómo se detienen nuestros cardúmenes en sus bancos para escucharla, cual ejército que adoptase la posición de descanso. Así, cómodos y atentos nuestros oídos, la conciencia se nos arroba de placer.

Las doradas nos hemos puesto de moda en los últimos tiempos a causa de las muchas propiedades alimenticias que nos atribuyen, además de que nos anuncian como buenísimas contra el colesterol malísimo. En las pescaderías se nos puede ver, ya abandonada nuestra condición de peces al haber adoptado, ¡qué remedio!, la del pescado capturado, en bonitas hileras ordenadas por tamaños y siempre orientadas en el mismo sentido. Incluso en esas tristes posturas somos bien obedientes. Pero ¡cuidado!, prestad atención, porque no obstante la modosidad de nuestros cuerpecitos, ideales para el horno o la plancha, lo que la gente ignora cuando pide que nos preparen en dos lomos sin espina es lo que escondemos en la cabeza. Y es que, aun no siendo tan desconfiadas como los salmonetes, nuestra boca es toda una alacena precavida repleta de cuchillos hábilmente encajados en varias hileras de dientes en el paladar. La próxima vez no despreciéis nuestra sesera y examinadla, por favor, así comprobaréis el poder de la dentellada con que solemos obsequiar al pescador imprudente que osa acariciarnos. Luego en modo alguno os fiéis de nosotras, porque os amputaremos varios dedos de un mordisco sin compasión alguna, no somos ositos de peluche, tenedlo en cuenta, por más que luzcamos una preciosa franja dorada, como de fiesta, entre los ojos.

Pertenecemos al grupo de los peces peligrosos, recordadlo, al de los espáridos de la familia de los teleósteos acantopterigios de aletas espinosas, y si bien nos presentamos en público con un cuerpo comprimido, como de perfil, pensad que las apariencias engañan. Desconfiad sobre todo de nuestros labios besucones, porque están al servicio de la ceremonia de la confusión y tras ellos se agazapa el dolor. Otros miembros de nuestra familia son también mordedores, pero menos, y se les ve venir, por ejemplo a los dentones, hasta el frutero de la esquina sabe qué puede esperar de su mandíbula, tan grande como estúpida. Caso aparte es el besugo, un primo que es tonto porque debería conocernos mejor. Hace poco uno me invitó a comer en un restaurante e intentó sobrepasarse, ya me entendéis, así que, no obstante mi timidez, o quizá por ella, no pude contenerme y le dejé la nariz para el arrastre. Como castigo, porque fui mala, se me dispuso a la parrilla, como a San Lorenzo, aunque también a él lo hicieron a la espalda.

Nosotras la fama se la dejamos al gran tiburón blanco, pero cuando se rebelan nuestras masas somos temibles, oído al parche.