El reciente Informe de Agresiones a Profesionales del Sistema Nacional de Salud 2024 del Ministerio de Sanidad arroja cifras que deberían preocuparnos a todos: 17.070 agresiones notificadas, lo que supone un aumento del 15,7 % respecto a 2023. La mayoría de las víctimas son mujeres (78 %) y los ámbitos más afectados son la Atención Primaria y extrahospitalaria, donde la tasa de agresiones triplica a la hospitalaria. Aunque predominan los insultos y amenazas, las agresiones físicas –casi 3.000 casos– no son anecdóticas.
Las causas más frecuentes se reparten entre las relacionadas con las demandas de los usuarios y las derivadas de la atención percibida (ambas con un 32 %). El perfil del agresor es mayoritariamente el propio paciente (71 %), seguido por los familiares. Un 17 % son reincidentes. La violencia no se limita a los centros: 511 agresiones se produjeron en domicilios o vía pública, un dato que ilustra hasta qué punto el problema se ha desbordado.
Este panorama no es nuevo. Desde 2017, las cifras no han dejado de crecer, salvo el paréntesis de la pandemia. Las campañas de sensibilización y los protocolos de actuación han contribuido a una mayor notificación, pero el aumento real de los incidentes es innegable.
Las consecuencias van más allá del daño individual. La inseguridad deteriora la relación entre pacientes y profesionales y erosiona la calidad asistencial. El propio Ministerio reconoce que no todas las agresiones se denuncian, por lo que la situación real podría ser aún peor. Y aunque se han multiplicado los protocolos, aplicaciones como AlertCops o los programas de formación, la sensación es que corremos tras el problema sin llegar a alcanzarlo.
Preguntas al agresor
Permítaseme ahora un cambio de tono, entre la ironía y la perplejidad ya que el informe carece de cualquier información sobre los motivos por los que el agresor se comporta así, cosa que, por otra parte, debería constituir una información relevante. Por ello a mí me gustaría formular algunas.
Querido agresor, ¿en qué momento pensó que golpear o insultar al médico que le atiende iba a mejorar su tratamiento? ¿Cree de verdad que el celador tiene la culpa de que no haya camas? ¿Que la enfermera puede hacer desaparecer la lista de espera como quien borra una pizarra?
Y ya que hablamos de lógica: si su enfado nace de una receta que no se le puede dar, ¿no sería más sencillo dirigir su ira a la norma o al político, y no al profesional que solo la cumple? Quizá, si Aristóteles viviera hoy, le recordaría que “la ira es fácil, pero enojarse con la persona adecuada, en el grado adecuado y en el momento adecuado, eso no es tan sencillo”.
No, señor agresor. No es normal amenazar a quien le está cuidando. No es “el estrés”. No es “el sistema que no funciona”. Es, simple y llanamente, una falta de educación, de respeto y de límites. Y en esa falta estamos todos implicados: familia, escuela, instituciones… porque la sociedad que tolera el grito termina aceptando el empujón, y la que acepta el empujón acaba justificando el golpe.
La conclusión no puede ser más amarga: nos encontramos ante un problema estructural, que no se resolverá solo con botones de alarma o carteles de “tolerancia cero”. Se necesita una respuesta cultural, una restauración de los valores más básicos de convivencia. Hasta entonces, los profesionales seguirán trabajando bajo una sombra de hostilidad que no debería existir.
Hoy la sanidad no depende de la Seguridad Social, como ocurría antes de 1986, pero quiero recordar que entonces estaba previsto sancionar al beneficiario en casos de agresión e incumplimiento de normas, quitándole la cartilla sanitaria. Bien es verdad que no se recuerda ningún caso de alguien que fuera sancionado, pero como en tantas cosas “el miedo guarda la viña”.
Y quizá, mientras tanto, solo nos queda recordar aquellas palabras de Cicerón: “No hay deber más necesario que el de devolver un favor”. Tal vez algún día, quienes hoy agreden recuerden que la bata blanca que tienen delante no es un enemigo, sino su última esperanza.