Hay arquitectos cuya obra transforma el paisaje, y otros cuya palabra ilumina la comprensión de la ciudad. Rafael de la Hoz pertenece a ambas categorías. Con una trayectoria que combina rigor técnico, sensibilidad urbana y pensamiento humanista, ha dejado en Madrid edificios que definen la modernidad de la capital —del Hospital Rey Juan Carlos al Distrito C de Telefónica—, pero también una mirada crítica sobre cómo se construyen las ciudades y hacia dónde deberían evolucionar.
En esta conversación, el arquitecto analiza con franqueza los grandes retos de Madrid: el acceso a la vivienda, la falta de industria, la deriva hacia una economía de servicios, la tentación de una planificación excesivamente rígida y la necesidad de recuperar el equilibrio entre belleza, funcionalidad y vida cotidiana. Habla también del futuro de la Castellana, de la sostenibilidad real frente a la impostura política, y de la arquitectura entendida como una forma de responsabilidad con quienes aún no han nacido.
Usted ha dejado una huella notable en Madrid con proyectos como La Fundación Rafael del Pino o el Campus Repsol. ¿Qué cree que han aportado a la ciudad y cómo ve hoy su evolución urbana?
Siempre me ha interesado Madrid como una ciudad que, pese a todo, mantiene una calidad de vida muy alta. Los proyectos en los que he participado han intentado dialogar con esa realidad. Creo que el cambio urbano se produce muchas veces con acciones muy pequeñas: nivelar una acera, plantar árboles, mejorar la iluminación o el mobiliario. No siempre hacen falta grandes gestos. Cuando los ciudadanos perciben ese cuidado, se implican y los barrios se regeneran a sí mismos. Eso ha pasado en zonas del centro que hoy resultan atractivas, no tanto por grandes operaciones políticas o urbanísticas, sino por la suma de esas pequeñas intervenciones.
Trabaja de forma habitual con Kronos, una compañía que pone en valor la arquitectura. ¿Cómo describiría su trayectoria con Kronos y qué proyectos destacaría?
Mi colaboración con Kronos ha dado lugar a notables edificios residenciales desde hace años que han sido unánimemente reconocidos, no solo por su éxito comercial e inmobiliario, sino también por la apuesta por la calidad de vida ofrecida a quienes los disfrutan. Y, como estamos hablando de Madrid, voy a destacar el último proyecto, Bloom, en los Berrocales, que se ha concebido como un referente en bienestar, diseño y sostenibilidad. Bloom apuesta por una arquitectura indefinida compositivamente, que se integra en su entorno construido y natural de una forma convencional. Con un diseño basado en la calidad constructiva y la reducción de costes de mantenimiento, este proyecto supera las expectativas actuales.
Uno de los temas recurrentes en el debate público es la vivienda. ¿Cómo ve usted el problema actual de su precio y accesibilidad?
Creo que hay una confusión general: la vivienda no es cara; cara es la ciudad.
Si comparamos costes, un coche que no tiene más de cuatro metros cuadrados, puede costar unos cuarenta mil euros —es decir, diez mil euros por metro cuadrado—, mientras que una vivienda puede hacerse por mil o dos mil por metro cuadrado. La vivienda, en sí misma, es asequible. Lo que encarece es la ciudad: su irrepetible historia, tradiciones, instituciones. Construir una vivienda puede hacerse en un año; levantar una ciudad lleva siglos. Por eso, cuando hablamos de vivienda asequible, el problema real no está en el edificio, sino en el modelo urbano. Se culpa injustamente a la vivienda, cuando en realidad lo que es costoso es el contexto donde se inserta.
En ese sentido, ¿cómo debería abordarse la forma de hacer ciudad hoy?
Creo que debemos revisar nuestras ideas sobre la planificación. La ciudad no se puede diseñar completamente desde un plano porque, por naturaleza, es maravillosamente desobediente. Los arquitectos diseñamos edificios, no ciudades. Podemos contribuir, sí, pero la ciudad se transforma sola, lentamente, con los usos y las personas. Por eso insisto en que el urbanismo debe ser imprevisible. Si la planificación se vuelve rígida, la vida se encargará de desbordarla. Lo que hace falta es un marco que permita esa transformación natural.
Cuando se habla de nuevas operaciones, como Madrid Nuevo Norte, conviene recordar que no estamos haciendo algo inédito: el barrio de Salamanca, en el siglo XIX, fue también una operación colosal de la que tan solo se ha respetado la trama reticular de sus calles, y doscientos años después seguimos confiando más en los documentos que en nosotros mismos.
En su opinión, ¿qué le falta a Madrid para avanzar hacia una ciudad más equilibrada?
Madrid tiene muchas virtudes: es abierta, amable, arbolada, y ofrece una calidad de vida envidiable. Pero le falta industria. En el pasado, su tejido industrial representaba un porcentaje significativo del PIB regional. Hoy apenas alcanza un 5 o 10%.
Esa carencia la hemos sustituido con la industria del turismo, que genera riqueza, pero también descompensaciones. El turismo puede ser un motor, pero si se convierte en la única industria, la ciudad pierde equilibrio. Una capital sin base productiva depende de sectores muy volátiles, y eso se acaba pagando.
Madrid necesita industria tecnológica y recuperar la producción como elemento estructural de su economía urbana.
¿Cómo se refleja esa idea de equilibrio en sus proyectos?
En cada proyecto intentamos que el edificio no sea un objeto aislado, sino parte de un sistema urbano. El Campus Repsol, por ejemplo, regeneró una zona del sur de Madrid donde antes apenas quedaba actividad industrial. Telefónica, en cambio, se ubicó en el norte. Esa diferencia no es casual: Repsol quiso reforzar su carácter industrial y eligió un emplazamiento coherente con esa identidad, mientras que Telefónica representa un modelo más administrativo y tecnológico. Son dos polos que reflejan bien la asimetría norte–sur de Madrid.
Sería deseable que esa decisión de Repsol que merece respeto y gratitud hubiera sido aprovechada para impulsar una regeneración más amplia del sur, equilibrando la ciudad. Madrid tal vez necesita ese tipo de decisiones conscientes.
Usted habla de “hacer ciudad” más allá de la arquitectura del edificio. ¿A qué se refiere exactamente?
Me conformo personalmente con intentar no dañar lo existente. La arquitectura no se mide solo en metros cuadrados ni en bonitas fachadas. Una ciudad no se crea con un edificio, sino con el conjunto de las decisiones que lo rodean. Cuando las aceras, los espacios públicos y los servicios se cuidan con la misma intensidad que el edificio, todo mejora.
He repetido en ocasiones que si a un político se le pregunta cómo imagina la ciudad ideal, suele responder que la quiere más limpia, más verde, y más segura. Y la conclusión obvia es: “Entonces, lo que le gusta es el campo”. Las ciudades no pueden ser perfectas ni homogéneas; necesitan un poco de caos para ser creativas. La creatividad surge del desorden. Una ciudad demasiado ordenada solo produce bienestar.
Por eso me interesa la idea de la “ciudad desobediente”: un organismo vivo que se adapta, se contradice y se reinventa constantemente. Ningún plan urbanístico, por muy previsor que sea, sobrevive intacto a la realidad. Y eso es algo maravilloso.
¿Y cómo se traduce esa “desobediencia” en el día a día urbano?
Basta observar cualquier plan urbanístico una vez materializado. Décadas después, casi nada ocurre exactamente como se proyectó. Los usos cambian, las personas transforman los espacios. La ciudad ignora a los apóstoles de la planificación total.
Es difícil creer en la ciencia urbana como dogma. Los planes deben ser herramientas, no moldes. Si un modelo económico o social cambia, el plan tiene que permitir esa mutación.
Madrid, en ese sentido, tiene una capacidad extraordinaria para regenerarse por sí misma: barrios que antes se consideraban degradados hoy son muy atractivos, y eso ha ocurrido sin grandes inversiones, solo con pequeñas operaciones de mejora que los ciudadanos han hecho suyas.
¿Qué papel juega la identidad de los barrios en esa regeneración?
Es un tema importante, aunque se suele malinterpretar. Se habla mucho de la “identidad arquitectónica”, pero pocos saben definir qué significa realmente. Para los arquitectos, la identidad suele tener un sentido y para los ciudadanos otro. Y, sinceramente, la identidad arquitectónica realmente interesa poco a la mayoría.
La identidad que de verdad importa es la que nace del uso, del ritmo de la vida, de las costumbres. Esa es la que hay que proteger. La arquitectura contemporánea no destruye la identidad si se hace con respeto a la escala, a los materiales y a la relación con la calle. Lo que daña un barrio no es una fachada moderna, sino la pérdida de activación y de mezcla social.
En sus respuestas aparece con frecuencia la relación entre arquitectura y economía. ¿Hasta qué punto el modelo económico condiciona el urbanismo?
Totalmente. Si se cambia el modelo, cambia la ciudad. Los planes por sí solos no hacen ciudad; lo hace el modelo económico que los sostiene.
Madrid planifica actualmente reducir los usos urbanos a tan solo tres: Residencial, Servicios y Lucrativo. Lo demás es imprevisible y recuerden: la ciudad es desobediente.
Lo que choca con nuestra identidad nacional: nos gusta lo determinado, las normas cerradas, las constituciones. Y eso es un obstáculo urbano.
La planificación debería estar al servicio del modelo, no de la burocracia. Necesitamos confianza en nuestra capacidad de adaptar la ciudad según cambien los tiempos.
Usted suele decir que la arquitectura debe ser, ante todo, para las personas. ¿Cómo se traduce eso en sus decisiones de proyecto?
Lo primero, pensar no solo en las personas presentes, sino también en las futuras. La ciudad que habitamos hoy la construyeron generaciones que hemos olvidado. Nosotros, a su vez, estamos construyendo no solo para nosotros sino también para quienes aún no han nacido. Esa conciencia de continuidad cambia la manera de proyectar.
El problema es que a esas personas futuras no las podemos escuchar porque todavía no votan ni pagan honorarios. Atendemos demasiado al corto plazo, a las necesidades inmediatas, y descuidamos la permanencia.
Es difícil explicarle a alguien que compra una vivienda con gran esfuerzo que esa casa, más allá de su experiencia vital, también formará parte de la vida de cientos de personas que en el futuro habitarán la casa que hoy le pertenece y es responsabilidad del arquitecto y también suya construir pensando en la duración y en la herencia urbana que dejamos.
Muchos de sus proyectos corporativos, como el Campus Repsol o Oxxeo, fueron considerados pioneros en sostenibilidad. Si tuviera que diseñarlos hoy, con la experiencia acumulada, ¿qué haría diferente?
La sostenibilidad es un concepto joven y longevo: lleva más de cincuenta años creando proyectos “pioneros”. No conozco nada que haya sido pionero durante tanto tiempo en la historia de la humanidad. En arquitectura se habla de sostenibilidad desde hace décadas, pero parece que siempre hay que presentarla como una novedad.
En realidad, la sostenibilidad debería entenderse con naturalidad, como un principio básico y arcaico del buen diseño. Cuando estudiaba ya se enseñaba en la Politécnica orientación, protección solar, industrialización y eficiencia.
No creo que la clave esté en la arquitectura científica, sino en diseñar edificios y orientarlos bien, protegerlos del sol, aprovechar la luz y el aire, utilizar materiales duraderos y fáciles de mantener. A veces el regreso es el progreso.
Si los principios que definen un edificio son válidos, no hay que cambiarlos. Un buen edificio puede adaptarse a casi cualquier uso a lo largo del tiempo. Los usos pasan; los edificios permanecen.
¿Qué opinión le merece el modo en que hoy se aborda la sostenibilidad en el ámbito político y mediático?
Se ha convertido en un discurso a veces fantasioso. Se tiende a anunciar medidas muy vistosas que luego, técnicamente, no tienen sentido o son ineficientes.
He visto casos en los que se colocan placas solares en lugares donde apenas llega el sol o donde su rendimiento es simbólico. Pero se hace porque da una imagen de compromiso.
La sostenibilidad auténtica no consiste en multiplicar elementos “verdes”, sino en construir de forma honesta, con materiales que duren, con edificios que se mantengan bien y que no requieran un gasto excesivo de energía ni de mantenimiento.
También hay una sostenibilidad económica que rara vez se menciona. Si algo cuesta un 15% más solo por ser “ecológico”, la mayoría de las obras no podrán asumirlo. Y entonces esa sostenibilidad se convierte en un lujo, no en una solución.
Usted hablaba antes de los grandes edificios corporativos. Muchos de ellos han quedado obsoletos. ¿Ve viable su reconversión en vivienda o en nuevos usos?
Sí, y me parece lógico que suceda. Los edificios se transforman. Si la estructura es buena, pueden adaptarse a otros usos sin problema.
El Museo Reina Sofía, por ejemplo, fue un cuartel; el Museo del Prado, un gabinete de ciencias naturales o el hospital de jornaleros de Maudes que hoy es sede del urbanismo madrileño. Esa transformación es lo que hace que la arquitectura perdure.
Dicho esto, creo que hay algo más interesante que convertir oficinas en viviendas: transformarlas en espacios para una nueva industria: la tecnológica.
Madrid necesita esa industria. No la industria tradicional, sino la vinculada a la innovación, la investigación, la producción tecnológica. Si no recuperamos una base productiva innovadora, el modelo económico de la ciudad se agota.
¿Considera que la industrialización y las nuevas tecnologías pueden contribuir a esa transformación urbana?
Sin duda. La industrialización junto a la IA promete reducir costes y acortar plazos, y eso es positivo. Pero hay que evitar el riesgo de uniformidad.
La clave está en usar la industria como herramienta, no como fin. La industria puede fabricar piezas, pero el arquitecto debe seguir gobernando la composición, la luz, las proporciones, el lugar.
La identidad arquitectónica se mantiene cuando quien diseña conserva el control del repertorio, no cuando se limita a ensamblar catálogos. La tecnología es útil si nos hace más libres para pensar, no si nos convierte en operarios de sistemas cerrados.
En Madrid existe un debate creciente sobre movilidad, espacio público y calidad de vida. ¿Qué le falta a la ciudad para dar un salto hacia un urbanismo más humano?
En primer lugar, conservar lo que ya funciona. Madrid es una ciudad magnífica para vivir: tiene una red verde extensa, muchos espacios públicos, una escala amable. Pero necesita recuperar industria, equilibrar su modelo económico y cuidar el detalle urbano.
Las grandes transformaciones no siempre son la solución. Muchas veces bastan, como ya he dicho, intervenciones pequeñas: un arbolado continuo, plataformas únicas para el peatón, buena iluminación. Con esas operaciones sencillas se mejora mucho la vida cotidiana.
Hay que mirar más a las carencias reales y menos a la retórica de los planes grandilocuentes. La ciudad mejora cuando sus habitantes pueden moverse bien, respirar bien y trabajar cerca de donde viven.
Si pudiera proponer una sola gran intervención urbana para Madrid, ¿cuál sería?
Convertir la actual “Autopista” de la Castellana en “El Bulevar de Castilla” o al menos que vuelva a ser el paseo que fue.
La Castellana es la gran arteria de Madrid, la que articula la ciudad de norte a sur. Pero hoy se ha convertido en un eje más orientado al tránsito de vehículos, que al de los ciudadanos.
Sería extraordinario transformarla en un verdadero bulevar: un corredor verde y cultural que diera orden, continuidad y monumentalidad al conjunto.
Pienso en una Castellana donde el espacio público, el arte y la naturaleza se integren. A lo largo de todo ese eje hay esculturas dispersas, algunas magníficas, pero sin criterio ni relación entre ellas. Podría organizarse un museo al aire libre coherente, un recorrido cultural continuo desde Atocha hasta el norte, con dos grandes hitos en sus extremos.
En un extremo, la Biblioteca de la Lengua Española, y en el otro, el Museo Naval que España nunca tuvo. Sería una forma de devolver a Madrid la monumentalidad contemporánea que empieza a perder. Y también una forma de reconciliar la ciudad con su propio eje histórico.
O tal vez en lugar de realizar una sola gran intervención resulte más eficaz una sola gran decisión: Designar a un arquitecto como conservador de la ciudad y si puede ser… vitalicio.
En varias ocasiones ha hablado de la necesidad de un urbanismo más flexible. ¿Cómo se traduce eso en términos de planificación?
Los planes deben prever que la realidad se va a transformar, que habrá transformaciones imprevistas.
Esa apertura es lo que permite que la ciudad se mantenga viva. Pero para eso hace falta una administración que confíe en la adaptabilidad, no que lo regule todo.
Cuando Heisenberg formuló el principio de incertidumbre, estaba pensando en una ciudad. Estoy convencido.
Mirando hacia el futuro, ¿cómo imagina Madrid dentro de quince o veinte años?
Me gustaría una ciudad más densa donde deba serlo, más sombreada, más caminable. Con planes abiertos y un modelo económico mejor equilibrado, que combine los servicios con una industria innovadora fuerte.
Una ciudad que no renuncie a su vitalidad ni a su complejidad.
Si conseguimos eso, la ciudad seguirá siendo, como siempre, maravillosamente desobediente. Porque la ciudad, en el fondo, es eso: el espacio de la libertad humana.
Para cerrar, ¿cómo resumiría su manera de entender la arquitectura?
No aspiro a entenderla. Me conformo con que, algún día, me quiera un poquito.