Explicar la música sirviéndose del lenguaje literario ha sido una de las apuestas de mayor riesgo en la historia del arte. Lo que podría entenderse como una simbiosis, un puente colaborativo entre disciplinas o un mutualismo esencial, es en realidad un camino incierto surcado de ejercicios ilusorios. En últimas, una traición a los códigos originarios de dos campos que intentan traducirse con las gramáticas cedidas en las contingencias de la comunicación.
Fue la noche el tramo del ciclo solar preferido por los románticos. En su afán por derruir los templos de la razón, retornaron al mundo primigenio reivindicando la penumbra y la sombra como atributos esenciales que despliegan las órbitas intuitivas de la magia y la llama viva de la creación sin límites. A dicha fascinación no renunciaron los músicos. En algún momento vivieron un hartazgo frente a las formas clásicas de la composición y optaron por estilos y métodos que abrieran los límites de la rigidez clásica.
Por ello, el diálogo entre música, aura noctámbula y ardor romántico fue el encuentro de arroyos equidistantes que supieron confluir gracias a un estimulante aire de época. El fulgor sideral que guiaba a los poetas del mundo antiguo se trajo de vuelta para contagiar de un ánimo febril a los compositores que hallaron en el nocturno la expresión exacta de sentimientos e idealismo estético. Porque eso fue en realidad ese género que medía el virtuosismo y equilibraba la poética: la manifestación de un vitalismo abrigado por los esplendores subyugantes de la oscuridad.
Del acucioso comentarista de música que afianzó su carrera periodística en la prensa y la radio colombiana, al esmerado novelista que en cuatro libros de ficción ha vertido su conocimiento profundo del arte sonoro, en Juan Carlos Garay hemos visto su evolución certera por el camino de la escritura. También un divulgador que comprendió tempranamente que el dominio amplio de un campo le puede servir para construir audiencias, abrir el espacio de entendimiento y estimular la fusión de recursos creativos a la hora de examinar los entramados complejos de un arte. Guiado por esta premisa, decidió incursionar en el ensayo. Seis Nocturnos, Reflexiones sobre la música y la noche, publicado por el sello Rey Naranjo Editores, no es un libro más.

Las experiencias sensoriales motivadas por el arte se concentran en aquello que los griegos llamaron el estro poético. Ese rapto de gravidez que permite el alumbramiento de una obra o el chispazo divino que acentúa en los sentidos la disposición única para lo perdurable. Garay, lector de inquietudes universales e indagador de los arcanos del cosmos, concibió capítulos para su libro en función de los prismas con los que examina los cruces entre la música y la noche: la luna, los sueños, las sonoridades eternas y el silencio. Listado que bien podría parecer las fases composicionales de un poema homérico o las designaciones recitativas de una ópera del Renacimiento.
En su libro encontramos una escritura amable con el lector que lo convierte unas veces en sabueso lírico de la antigüedad, otras en diletante pictórico de los museos del mundo, también en melómano de piezas enterradas por el olvido y la mayoría de las ocasiones en febril observador de fenómenos naturales, prodigios creativos y audacias científicas.
Aunque su propósito es la reflexión, si atendemos puntualmente lo sugerido por el subtítulo, el libro es un espléndido viaje de apreciación, goce, aprendizaje y aquello que caprichosamente me atrevería a llamar hedonismo artístico. Una dimensión que desordena los sentidos y permite leer con los oídos y escuchar con los ojos. También, un necesario trance que se nutre de lo sublime del ingenio humano y desdeña los ruidos de un mundo hoy absorbido por los festejos facilistas de una facultad artificial que esconde los saberes recónditos siempre inacabados. Garay, en su serena revisión erudita que comprende campos como la poesía, la astronomía, la ciencia y el misticismo, no olvida que la máxima aspiración del arte es el enaltecimiento del milagro de la vida y la indagación abisal de los enigmas del alma. Por ello, este sexteto de noches merecerá perdurar para bien de los lectores singulares y resguardados bajo el hechizo de las deidades noctívagas del sueño y la vigilia.