“Si me dieran a elegir, yo elegiría / esta salud de saber que estamos muy enfermos, / esta dicha de andar tan infelices.”
Estas líneas de Juan Gelman, que abren su poema “El juego en que andamos”, contienen en germen una ética entera. No hay consuelo fácil ni belleza que se ofrezca como redención en la poesía de Gelman. Hay, en cambio, un compromiso feroz con la verdad dolida del mundo, con el desgarro de quien conoce el exilio, la pérdida, la injusticia —y sin embargo no deja de nombrarlas. Como si escribir fuera un acto de resistencia ante el olvido, un intento de habitar, en palabras de María Zambrano, ese “espacio distinto” que la razón no puede explicar pero la poesía ilumina.
Gelman supo desde temprano que el lenguaje no era un mero vehículo para decir lo que ya se sabe, sino un terreno de combate. “La palabra es una herramienta de la lucha”, afirmó. Lo que está en juego en su poesía no es solamente el destino individual del poeta, sino el de toda una comunidad herida, silenciada, desmembrada por la violencia política. El poema se convierte, así, en una forma de presencia.
En ese mismo poema, el hablante elige una pureza impura, una inocencia manchada, un amor que odia y una esperanza que se alimenta de desesperación. La paradoja no es un recurso estilístico, sino la forma misma de pensar un mundo roto: es allí, en esa tensión sin conciliación, donde habita el verdadero sentido de su poesía. Gelman no busca armonías ni equilibrios. Su voz poética —como diría Walter Benjamin— está del lado de los vencidos de la historia, y por eso no teme nombrar la contradicción. La poesía, en su caso, no es consuelo sino conciencia.
Durante todo el itinerario de su obra, resuena el eco de un mandato ético y estético, una consigna que recuerda aquel antiguo prestigio del poeta como portavoz de lo colectivo, como voz que gobierna simbólicamente la ciudad desde la palabra. Pero Gelman reescribe esa consigna en clave política, y sobre todo desde la pérdida. Desde la soledad del exiliado que, como escribiera él mismo, aprendió que hay que resistir “ni a irse ni a quedarse, a resistir, aunque es seguro que habrá más penas y olvido”.
El dolor de Gelman no es abstracto. Tiene nombres, fechas, geografías. La desaparición de su hijo y de su nuera embarazada durante la dictadura argentina, el hallazgo tardío de su nieta en Uruguay, la larga travesía del exilio en México, Italia, Francia y España. Todo ello es parte de un cuerpo poético que no se encierra en la queja, sino que transfigura la pérdida en memoria viva. Su poesía, a pesar de su tono lacerado, nunca es derrotista. Como en los místicos, en Gelman hay una forma secreta de fe. Una fe herida, sí, pero fe al fin: en la palabra, en la posibilidad de nombrar el amor, incluso cuando parece imposible.
Desde sus primeros libros —como Violín y otras cuestiones (1956) o Gotán (1962)— hasta obras más tardías como Dibaxu (1994), Gelman se movió en un territorio de heterogeneidad y conflicto. Su lenguaje atraviesa registros populares, cultos, inventa neologismos, mezcla el español con el ladino, se permite la impureza del habla para decir lo que la lengua oficial no puede nombrar. Ese gesto, profundamente político, es también una forma de desmontar el imaginario del Estado y sus discursos homogeneizantes.
Entonces su poesía se emparenta con una filosofía poética del ser humano que no cabe en las categorías rígidas de la modernidad. María Zambrano ya lo había intuido: la filosofía occidental construyó un modelo de hombre abstracto, ideal, que dejó fuera lo más esencial —el temblor, la duda, la pérdida, el deseo. Gelman, desde la trinchera de la poesía, devuelve al lenguaje esa complejidad. No ofrece respuestas, pero sí preguntas vivas, encarnadas. Y eso es más que suficiente.
“Aquí pasa, señores, que me juego la muerte”, dice al final del poema. Es una declaración sin adornos. En cada verso, en cada libro, Juan Gelman se juega la vida. No como un mártir ni como un héroe, sino como un hombre que entendió que la poesía —como la verdad— siempre está en riesgo. Y que escribir, incluso en la desesperanza, es un acto de vida.