John Ashbery es una luz oblicua, movediza y siempre en fuga. Leer sus poemas no es tanto comprender un mensaje como entrar en un periodo de conciencia: un terreno de interludio donde el pensamiento se vuelve fluido, la emoción se filtra por entre las grietas del lenguaje y lo real se presenta como un telón constantemente movido por ráfagas internas. La suya es una poética que no se afirma en la certidumbre, sino en el deslizamiento constante, en esa zona que podríamos llamar —siguiendo sus propias palabras— la experiencia de la experiencia.
Ashbery escribe desde el corazón contradictorio de la posmodernidad: sus poemas laten con un ritmo de collage, cruzados por la cultura pop, el legado dadá y el eco del surrealismo francés. Pero en su aparente fragmentación se oculta un secreto más hondo: un anhelo romántico, quizás imposible, de totalidad. Sus versos, lejos de rendirse al nihilismo, se obstinan en buscar un centro emotivo, aunque este sea inestable, movedizo o se oculte en los pliegues del lenguaje. A diferencia de poetas como Philip Larkin, que parten de un tema claro, Ashbery compone desde el sentimiento, como Jackson Pollock desde el gesto: un arte sin contornos definidos, donde la emoción surge no del objeto representado sino del acto mismo de crear.
Un ejemplo magistral de esto es el poema “Paradojas y oxímoros”, que se abre con una declaración directa:
Este poema tiene que ver con el lenguaje en un nivel muy básico.
Mira cómo te habla.
Ese gesto es significativo: el poema no describe, no cuenta, sino que interpela. No busca ser interpretado como un enigma, sino que se manifiesta como una experiencia compartida, algo que “tiene que ver con el lenguaje” porque, en efecto, está hecho de él, y a través de él intenta acercarse al lector. La voz que nos habla es consciente de su precariedad —“Lo tienes pero no. / Lo extrañas y él a ti”—, pero no por ello renuncia al deseo de comunión.
El poema, para él, es un lugar de juego, sí, pero un juego profundo, casi ritual, que sucede “como en las divisiones de la gracia estos largos días de agosto / sin evidencias”. Esa gracia no se impone: se sugiere. Como decía Julio Ortega sobre Oppiano Licario, de Lezama Lima, nos enfrentamos aquí a una “experiencia límite de la literatura”: pasmo súbito, espasmo, una conmoción que nos arranca de la lógica y nos lanza, si se tiene la fortuna, a “la otra orilla”, esa zona clara y efímera que llamamos intuición estética.
Ashbery entiende que el poema es un lugar donde el mundo puede aparecer, aunque sea brevemente, como lo que es: fragmentario, inasible, pero también hermoso en su fugacidad. Y en esa visión se alinea —por caminos oblicuos— con la reflexión de Heidegger cuando escribió: “Lo más estimulante en nuestro tiempo de reflexión es que todavía no estamos pensando”. Ashbery no nos obliga a pensar en un sentido lógico o discursivo. Más bien, nos invita a sentir el pensamiento, a entrar en esa zona ambigua donde la belleza ya no es una forma clásica ni un ideal eterno, sino una vibración que se cuela entre el ruido de las máquinas de escribir, el vapor y el “parloteo”.
La noción de belleza, entonces, ya no remite a la proporción o al equilibrio, como en los poemas homéricos donde la fuerza y la perfección eran valores visibles. Tampoco se asienta en una ética implícita, como en la lírica del Renacimiento. La belleza aquí es aparición súbita, resplandor momentáneo que no se explica, pero que se siente. Como en la imagen final del poema —“el muro que respira como un pecho”—, hay algo inquietante y conmovedor que se agita bajo la superficie del lenguaje. Ese muro es el poema mismo, y ese pecho, su aliento vital.
En la era del fragmento, John Ashbery escribe poesía como un acto de fe en el lenguaje, una forma de salvar el mundo sin necesidad de nombrarlo por completo. Porque, al fin y al cabo, “al fin veré mi rostro entero”, escribe uno de sus hablantes. Y nosotros, como lectores, al participar de ese gesto, vislumbramos también algo de nuestro propio reflejo.