Poéticas de la inteligencia

José Emilio Pacheco: la palabra como memoria y fulgor

Después de Alfonso Reyes y Octavio Paz, el nombre de José Emilio Pacheco se ha convertido en referencia imprescindible para la literatura mexicana y latinoamericana. Su novela breve Las batallas en el desierto conquistó a miles de lectores jóvenes y sigue viva como un clásico que circula sin perder vitalidad entre aulas, cafés y generaciones enteras.

Pero sería injusto reducir a Pacheco al ámbito de la narrativa. Su obra poética, inaugurada con Los elementos de la noche (1963) y prolongada hasta La edad de las tinieblas (2009), trazó más de cuatro décadas de una exploración radical del ser humano y sus abismos. Influido —sin someterse— por Borges y Cortázar, Pacheco construyó una voz inconfundible, donde la lucidez y la emoción no se anulan, sino que se enriquecen mutuamente.

Su poesía se sostiene en valores poco frecuentes hoy: la continuidad, la lealtad y la fidelidad a una visión ética y estética del mundo. En textos como Presencia se percibe con claridad esa conciencia del instante, su brevísima intensidad, su chispa de sentido:

¿Qué va a quedar de mí cuando me muera
sino esta llave ilesa de agonía,
estas pocas palabras con que el día,
dejó cenizas de su sombra fiera?

En versos como estos, la palabra cumple la función que T.S. Eliot atribuía a la verdadera literatura: transformar el lenguaje en significado, salvar del tiempo un destello, una vibración. Para Pacheco, la poesía nunca fue un simple ornamento; fue un modo de interrogar la existencia con toda su complejidad. ¿Quiénes somos? ¿Qué perdura cuando todo se disuelve? La belleza del instante —ese momentum efímero— aparece en su obra asociada a la conciencia del deterioro, al recordatorio de que toda luz proyecta su sombra, y que todo goce lleva su propia fragilidad a cuestas.

Julio Cortázar advirtió que “las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”. Pacheco, consciente de esa insuficiencia, insistía en bordear el desborde: “Todo poema es un ser vivo: envejece”, confesó, asumiendo que la poesía misma está sujeta al paso del tiempo, a la erosión de las voces y los contextos. Y añadió con una lucidez estremecedora: “Nació conmigo la muerte”, revelando su profunda conciencia de la caducidad que nos acompaña desde el primer latido.

La filosofía de María Zambrano ilumina este trasfondo: la unidad, diría ella, está fuera del tiempo, es transitoria, fugaz, y el ser humano la destruye y la vuelve a buscar sin descanso. Pacheco convierte esa búsqueda en el centro de su poesía: una búsqueda dolorosa pero luminosa, modesta en apariencia, cargada de dignidad.

José Emilio Pacheco personifica al poeta que no entrega su palabra, que la perfecciona, la depura y la devuelve al lector con la conciencia de quien quiere compartir su razón del tiempo, su entredicho de las certezas, su ímpetu por la perfección, y su deseo de entender —con toda la fragilidad y todo la sorpresa posibles— qué nos hace perenes y letales al mismo tiempo.