Olas de palabras

Cinco horas sin respuestas

Cuando alguien muere, lo que nos queda de él son sus palabras. Las que nos dijo, las que no nos dijo, las que nos habría dicho si hubiera tenido más tiempo. Pero, sobre todo, nos quedan las palabras que le decimos cuando ya no puede contestarnos. Esas que se quedan suspendidas en el aire, chocando contra el silencio.

Esto es lo que le sucede a Carmen, la protagonista de “Cinco horas con Mario”, de Miguel Delibes. Sentada junto al cadáver de su marido, vela su cuerpo mientras le habla. Pero su discurso no es un homenaje ni un lamento, sino un monólogo torrencial de reproches, quejas y frustraciones acumuladas a lo largo de toda una vida en común. Carmen habla, se desahoga, trata de encontrar respuestas en un hombre que ya no puede dárselas. Y en ese desahogo, en esa necesidad de explicarse y justificarse ante alguien que jamás podrá replicarle, el lector asiste a un retrato descarnado de una época, de un matrimonio, de una mentalidad que se desmorona ante sus propios argumentos.

El monólogo de Carmen es un río que arrastra contradicciones. Mientras se lamenta por la falta de ambición de Mario, recuerda con nostalgia los tiempos en los que él era feliz con poco. Mientras critica su idealismo, deja entrever que, en el fondo, le molestaba que no encajara en su mundo. Lo acusa de haber sido distante, pero es ella quien nunca intentó comprenderlo. Y en ese vaivén de reproches, en ese hablar sin réplica, Carmen no hace más que exponerse a sí misma. Su discurso es el reflejo de una educación, de una sociedad y de una escala de valores en la que no hay espacio para la autocrítica. Si Mario estuviera vivo, quizás podría desmontar sus argumentos con una simple frase, pero Mario ya no está. Y cuando nadie nos responde, nos vemos obligados a escucharnos a nosotros mismos.

Delibes construye con maestría un diálogo imposible, en el que la voz de Mario solo se intuye en el eco de las palabras de su esposa. Es un monólogo que, más que acercarnos a la verdad de Mario, nos revela la de Carmen. Porque cuando alguien muere, nos quedan sus palabras, sí. Pero también nos quedan las nuestras. Y, a veces, esas son las más difíciles de sobrellevar.