David Lagmanovich sostenía que el ensayo hispanoamericano se constituye en varios grandes momentos, donde se alternan el tono romántico, el impulso positivista, la vanguardia y la reflexión existencial. En esta genealogía, la obra ensayística de Carlos Fuentes ocupa un lugar singular, no solo por su amplitud temática sino por su insistencia en un núcleo inagotable: el tiempo.
Para Fuentes, no existe novela sin tiempo, pero sí tiempos sin novela. La frase, aparentemente paradójica, revela una concepción amplia: el tiempo no es únicamente cronología, sino experiencia histórica, memoria colectiva y subjetividad. La novela latinoamericana, afirma, está atravesada por la fractura de temporalidades: la precolombina negada, la colonial impuesta, la moderna heredada de Europa y la contemporánea marcada por la globalización. Su obra ensayística se convierte así en una indagación sobre la identidad latinoamericana desde la pluralidad de sus tiempos.
Ortega y Gasset, al hablar del “individuo abstracto”, señala que gran parte de nuestras acciones provienen de lo colectivo, de un sistema de modos que heredamos y repetimos. En este marco, el ensayo de Fuentes surge como acto de libertad, un espacio donde el escritor puede elegir y cuestionar lo heredado, desarmar la “vida automática” para recuperar la originalidad. El ensayo no es, en Fuentes, solamente un comentario, sino un laboratorio de interrogaciones sobre lo que tenemos que ser.
Así, el ensayo se vuelve drama: incesante quehacer, como diría Ortega, pero también incertidumbre. En sus páginas Fuentes explora el conflicto entre lo que somos y lo que deberíamos ser, entre tradición y ruptura, entre lo nacional y lo universal. La visión eurocéntrica y el positivismo del siglo XIX, que redujeron América a geografía y naturaleza, son demolidos en sus ensayos mediante la reivindicación del tiempo como sustancia literaria e histórica.
Virginia Woolf recordaba que un buen ensayo debe bajar una cortina alrededor nuestro, encerrarnos dentro para dialogar con las ideas. Miguel de Unamuno añadía: “solo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible”. Fuentes comparte este espíritu: ensaya lo absurdo de un continente que ha vivido tiempos sin novela, busca lo imposible de una identidad aún en construcción.
En esa línea, su célebre sentencia resuena como epílogo: “El muerto no sabe lo que es la muerte, pero los vivos tampoco”. Una afirmación que revela la condición de incertidumbre, de límites, de vacío que acompaña al hombre y que el ensayo, en su forma más pura, intenta pensar. Porque, como escribió el propio Fuentes, las imágenes del sueño alteran la realidad o la realidad se ve contaminada por el sueño. Y el ensayo, en su libertad, es precisamente eso: el lugar donde realidad y sueño se confunden en busca de sentido.
Fuentes declara aparentemente que su tiempo no es un círculo impecable, que es apropiado para el área del mito que interrumpe la relación con el mundo práctico, correlacionando la visión espacial y el tiempo lineal de la literatura con la situación histórica y política. Esta concepción se aproxima al debate filosófico que, desde Parménides, Platón y más tarde Hegel, se pregunta por la naturaleza de lo real. Hegel, inscrito en el idealismo, sostiene que la realidad no es siempre lo que parece, y que la apariencia esconde estructuras de fondo que solo el pensamiento dialéctico puede develar. Algo similar ocurre en la poética de Fuentes: el tiempo visible —el cronológico, el lineal, el histórico— es apenas la superficie de una pluralidad temporal que la novela revela como contradicción, despliegue y síntesis.
Doscientos años antes de Hegel, Descartes había reducido las pasiones a meras reacciones fisiológicas, negando la profundidad espiritual de la experiencia humana: el amor sería, según él, una alteración de enzimas que aceleran el corazón. El empirismo posterior radicalizó esta mirada al sostener que todo conocimiento proviene de la experiencia sensible. Frente a estas reducciones, el ensayo de Fuentes reivindica la literatura como un espacio donde el tiempo no se mide solo en cronología ni en fisiología, sino en símbolos, mitos, memorias y sueños.
El tiempo “espiral” que Fuentes imagina es un puente: entre mito y razón, entre historia y ficción, entre vida individual y memoria colectiva. La espiral no es un círculo cerrado ni una línea infinita, sino una forma abierta donde los tiempos se encuentran, se contradicen y se enriquecen. Allí, lo mítico no anula lo histórico, sino que lo acompaña; y lo político no borra lo poético, sino que lo tensiona.
Carlos Fuentes, como ensayista, construye un territorio donde la novela y la reflexión se alimentan mutuamente. El ensayo, para él, no es un género menor, sino una forma de pensamiento vivo, capaz de problematizar la modernidad, cuestionar el eurocentrismo y proponer nuevas formas de comprender lo humano en una época marcada por la aceleración tecnológica, el olvido histórico y la fragmentación de las identidades.