Bécquer se despega de la corriente que ha venido caracterizando a los poetas románticos de su generación anterior y sus caminos poco tienen ya que ver con aquellos sugestivos poetas concretos, anárquicos e histriónicos como Zorrilla o Lista. El concepto de amor en él es metafísico. Intenso. Polivalente. La tristeza que como consecuencia de su azarosa vida, imprime a sus versos, está engendrada en esa sórdida soledad que- pese a sus buenos amigos tan fieles- era una determinante fatídica en él. Era el poeta de la soledad, de una soledad en parte un poco construida literariamente al pairo de su tremenda necesidad de evasión como lo fueron sus huidas a Veruela o sus vagabundeos nocturnos. Pero siendo como es, un poeta erotizado, está enamorado siempre aunque a veces lo sea sin una sexual complicidad, por estarlo de todos los elementos plásticos bellos que le rodean. Y el más intenso de este tipo de amor lo encontró en Toledo.
-“Nos han aprehendido por admirar un plenilunio, como si fuéramos conspiradores. Y sin embargo, lo único que nos ocurre a él y a mí, es que estamos enamorados del silencio y de la soledad de Toledo”, dijo más tarde en una carta al periódico en el que colaboraba. En alguna de esas contemplaciones nocturnas, se crearon sus más bellas leyendas y algún problema. Una noche que vagaba en compañía de su hermano, hicieron un alto y se sentaron en la oscuridad del campo para contemplar a la luz de la luna un Toledo dormido. Largas melenas descuidadas, chaquetas raídas, indolencia en el afeitado, nocturnidad, aunque no alevosía, dieron como resultado que la Benemérita no entendiera de situaciones poéticas y ambos fueron llevados a la cárcel por aquello de la ley de vagos y maleantes.
Siempre que disfruto una noche en Toledo, bajo ese cielo suyo silencioso y en paz, recuerdo esta frase que Gustavo Adolfo escribió sin acritud y con un punto de resignación tan arraigada en él. Sin embargo no dejaría anclar su pensamiento en una dispersa sensación clandestina y escribe una carta a la redacción de El Contemporáneo, de Madrid en el que colaboraba asiduamente, que daría lugar a una solidaridad de firmas entre el cuerpo de redactores del periódico al que pertenecía. Y así por fin, los tremendos sospechosos volvieron a ver la luz del día.
Regreso una vez más a Toledo, casi de noche, en una incipiente y fría primavera. Llego. Camino. Me atrapa. Me sorprende siempre. Ninguna ciudad tan misteriosa y densa. De tan perfecto silencio. Vuelvo por el laberinto de pisadas y piedras antiguas hasta la vieja calle de La Lechuga. Nombre curioso que procede de una hoja de acanto tallada en un relieve a la que los viandantes, que no andaban muy duchos en botánica, rebautizaron con ese nombre. En ella vivieron él y su hermano Valeriano en una casa del siglo XVI, que había sido edificada sobre restos de otra más antigua aún. Tenía el edificio un patio central decorado con toneles y en el primer piso una galería artesonada con vigas separadas por bajas bovedillas que descansaban en columnas de madera un tanto irregulares. Quizá en aquel espacio bohemio de la casa típica toledana, pudo soñar el poeta con sus nidos de golondrinas que vuelven siempre, como él regresaba siempre a Toledo. La calle, claro está, tiene ahora el nombre de los Hermanos Bécquer.
Esta pasión, esta fidelidad por Toledo han hecho que las prosas líricas de Bécquer, que son en donde el poeta se concreta deliberadamente en una situación o en un paisaje, tengan motivos toledanos. El beso. El Cristo de la calavera. La rosa de pasión. La ajorca de oro. Y también dos artículos, casi estudios de intención arqueológica: La arquitectura árabe de Toledo y Recuerdos de un viaje artístico, en la que describe la historia de la Basílica de Santa Leocadia en un ámbito en el que el tiempo físico a veces toma tintes cósmicos. Atemporales. Cuando escribe la historia de San Juan de los Reyes, parece culminar con ella esa obra casi monumental en torno a la historia de los templos de España y en la que desea dejar constancia de todas las bellezas que le han impresionado. Pero será Toledo la que dejará una huella perenne en su alma y también allí nacerán las rimas más felices de su producción lírica.
Vivió un año en la ciudad del Tajo, pero soñó siempre con ella y a ella volvía siempre que le era posible. Si, pero no fue solamente el lugar de su pasión estética de lo que le rodeaba, sino también de la intensamente erótica. Allí conoció a mujeres hermosas a las que deseó y que constituyeron su obsesión. Allí idealizó sus amores. Y también allí encontró el contrapunto cálido y casi salvaje que fue la pasión ardiente de aquella mujer sencilla, sin veladuras, llamada Alejandra.