Rose Mary Salum es una escritora mexicana con raíces árabes. Su mirada literaria ahonda en las múltiples facetas de la identidad árabe, la experiencia del desarraigo y la riqueza de las herencias híbridas. Estas temáticas se despliegan con claridad en la antología Delta de las arenas: cuentos árabes, cuentos judíos (2013), en el libro El agua que mece el silencio (2015), así como en su más reciente compilación, Medio Oriente en México: Antología de escritores de origen árabe (2024).
El agua que mece el silencio posee características que la distinguen de las antologías compuestas por múltiples voces y estilos. Lo que permite una mirada más personal y autoral. Según ha expresado la propia escritora en diversas entrevistas, concibió estos cuentos en un momento particularmente delicado, marcado por el regreso de su hija desde el Líbano apenas unos días antes del estallido de la guerra.
La obra es un conjunto de cuentos que, debido a la unidad temática que presenta, puede leerse como una novela.
Rose Mary Salum nos transporta, a través de este libro, al Líbano de 2006 y nos sumerge en la experiencia de la guerra, concretamente durante el periodo en que Israel bombardeó parte de Beirut. La novela examina una etapa de la vida especialmente crítica para los niños y adolescentes libaneses. A medida que crecen, se enfrentan a divisiones religiosas y sociales derivadas de la guerra, así como a las consecuencias de una estructura estatal y social marcada por el sectarismo. Un ejemplo de ello es Ismael: perdió las piernas y, tiempo después, también a su compañera de infancia y adolescencia, a causa de su origen musulmán.
A través de El agua que mece el silencio (2015), Rose Mary Salum ofrece más que un testimonio narrativo: brinda una ventana hacia una realidad infantil inexplorada y silenciada por los estragos de la guerra. Niños y adolescentes se convierten en los primeros testigos de un mundo donde el amor, el sufrimiento y el deseo de conexión coexisten con una violencia estructural persistente, tejida por dinámicas sociales, religiosas y políticas. Por ello, su vivencia, frecuentemente ignorada, constituye un testimonio esencial de los efectos devastadores del conflicto.
El relato inicial de la obra comparte su título con el del libro, la autora relata con minuciosidad la experiencia emocional y cotidiana de habitar un territorio en guerra. Se muestra una violencia dirigida contra personas inocentes, quienes cargan con el costo de una supuesta paz o del deber patriótico. Son libaneses desarmados frente a explosiones que arrasan sin previo aviso. almas que arrastran dolores mudos y heridas que aún no hayan voz sostenidas por una corriente emocional que nunca cesa. Todo ello se condensa en el simbolismo que encierra el título: el agua que mece el silencio.
Entre las narraciones que reflejan el sentir del alma infantil, marcada por el dolor de la guerra y la pérdida, destaca el relato titulado “El cubo”:
Mi corazón está rodeado por un cubo de hielo. A menudo pienso en él. Aparece por las mañanas, cuando estoy con mi familia, cuando tomo mis clases de historia o cuando veo las noticias y observo cómo alguien anuncia su muerte con un gesto que detonará su cuerpo. Entonces me llevo la mano al pecho y lo siento duro y frío; las artistas del cubo buscan salir por mi piel y confirmo que allí lo tengo, justo detrás del esternón.
He crecido con ese cubo desde que lo recuerdo; a veces me inmoviliza. Cuando la noche es más oscura, extiende sus venas gélidas hasta que se convierten en una cuerda que amarra mi organismo. La inmovilidad me mantiene segura. Me lastima, me saca sangre, pero me mantiene a salvo. Otras veces, cuando es de día, el hielo se derrite y es como si un encendedor prendiera una flama azul intensa y bordeara las membranas de mis venas. Entonces me dedico a perseguir sombras, a desprenderlas de algunas banquetas y de las hojas de algunas hierbas. Aunque, a decir verdad, lo que más quiero es a Ismael.
Este pasaje de la novela está impregnado de simbolismo que reflejan emociones soterradas. La autora emplea el recurso simbólico del “cubo” para representar un estado emocional fragmentado, marcado por el trauma.
Se puede leer este relato como una representación de aquellos que han crecido en contextos de guerra o inestabilidad, donde el sufrimiento precoz obliga a convertirse en seres en permanente búsqueda: buscan reconstruir la propia identidad, comprender el origen de sus emociones congeladas y, sobre todo, conservar la posibilidad del amor y la conexión humana.
"El cubo" también explora el impacto de las divisiones religiosas que fracturan el vínculo entre la narradora e Ismael. A través de un lenguaje cargado de lirismo, se plasma a lo largo del relato la tensión persistente entre el sufrimiento interior y el anhelo de conexión humana.
Los obstáculos socioculturales que separaron a Ismael de la narradora no son simples accidentes personales, sino el eco colectivo de una ruptura emocional que atraviesa generaciones. Se trata de condiciones impuestas por sistemas de creencias, normas sociales y estructuras de poder que encarnan una violencia menos visible que la guerra física, pero igual de persistente: una violencia que impide el encuentro, condiciona las relaciones personales y margina el afecto.
El caso de la narradora ilustra de forma paradigmática esta circunstancia. En medio de una guerra que arrasa con las posibilidades del porvenir, ella se ha replegado en su mundo interior. Ha alcanzado un estado en el que ya no aguarda empatía ni sentido de pertenencia. No queda ira, solo un silencio absoluto.
Dejé de escuchar las mentiras de la Universidad y los rezos disparejos de mis compañeros.
Dejé de pensar en los otros.
Cuando el hielo dejó de pensar en mí.