María presentó una demanda hace años, con la esperanza de que los tribunales le dieran la razón antes de que fuera demasiado tarde. Hoy sigue esperando una sentencia que no llega. Como ella, miles de familias, empresas y ciudadanos permanecen en una angustiosa incertidumbre, atrapados en procedimientos que se dilatan sin fin. La famosa máxima de que "justicia tardía es justicia denegada" adquiere un amargo sentido cuando un fallo judicial llega tan tarde que ya no puede reparar el daño hecho. Esta situación es el síntoma más visible de una crisis estructural en la justicia española, un problema profundo que combina retrasos crónicos, protestas históricas y un órgano de gobierno judicial paralizado por la política.
La espera interminable
Los juzgados españoles acumulan año tras año un volumen ingente de asuntos sin resolver. Las escenas de pasillos atestados de expedientes y ciudadanos desorientados se han vuelto cotidianas. Un juicio civil por una reclamación de impagos puede tardar varios años en tener fecha, y una apelación penal puede eternizarse lo suficiente como para que la condena pierda efecto real. Estas demoras no son meros números fríos: suponen familias que no pueden seguir adelante tras un divorcio conflictivo hasta obtener la custodia definitiva, pequeños negocios que quiebran esperando compensaciones económicas, o víctimas que ven diluirse su anhelo de justicia. España cuenta con alrededor de 11 jueces por cada 100.000 habitantes, un número inferior a la media europea, cercana a 17. Esta falta de recursos humanos y materiales contribuye al colapso: menos jueces y personal significan agendas saturadas y señalamientos a plazos inaceptables. En la práctica, la justicia que llega tarde se siente como una injusticia para quienes más dependen de ella.
La situación se agravó recientemente con huelgas de personal judicial auxiliar que paralizaron la actividad durante semanas, dejando cientos de miles de juicios suspendidos. Recuperar la normalidad tras esos parones llevará meses, si no años. Cada nueva acumulación de retrasos se suma a una montaña ya existente, creando una sensación de bloqueo sistémico. Para el ciudadano común, el resultado es desalentador: procesos que deberían dar respuestas en meses se alargan durante años, minando la confianza en la capacidad del sistema judicial para proteger sus derechos.
Un órgano de gobierno judicial paralizado
En el corazón de esta crisis institucional se encuentra el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de jueces y magistrados en España. Este Consejo – encargado de administrar, supervisar y disciplinar a la judicatura, actuando además como voz institucional de los jueces ante los otros poderes – lleva años sumido en el estancamiento. Su mandato expiró en 2018, pero desde entonces los partidos políticos no han logrado ponerse de acuerdo para renovarlo. El resultado es un CGPJ en funciones, con sus capacidades mermadas y su legitimidad cuestionada.
La controversia no es nueva. A finales de 2018, el intento de renovación del Consejo se vio empañado por acusaciones de reparto partidista: se filtró entonces un mensaje interno que alardeaba de controlar “por detrás” la cúpula judicial, lo que generó un escándalo público. Aquella crisis de confianza en 2018 marcó un antes y un después. Desde entonces, han pasado más de cinco años sin que se renueven los 20 vocales (miembros) del CGPJ ni su presidente, a pesar de ser un requisito constitucional y legal. Peor aún, durante este periodo se aprobó una reforma legal que impide al Consejo en funciones realizar nombramientos importantes en la cúpula judicial. En consecuencia, varias vacantes clave – desde plazas en el Tribunal Supremo hasta presidencias de tribunales – permanecen sin cubrir, porque un Consejo caducado no puede designarlas y uno nuevo no llega a constituirse. Esta parálisis agrava la sobrecarga de trabajo en órganos ya saturados y transmite a la ciudadanía la imagen de un poder judicial debilitado e incapaz de autorregularse.
Para muchos jueces, ver su órgano de gobierno en punto muerto es profundamente frustrante. El CGPJ debería velar por la independencia y buen funcionamiento de la Justicia, pero si sus miembros siguen ocupando sus cargos años después de su plazo, la independencia queda en entredicho. La ciudadanía, por su parte, asiste con perplejidad a un pulso político que aparentemente tiene secuestrado al árbitro de la Justicia. Al final, esta situación erosiona la confianza en la separación de poderes: si los nombramientos judiciales se perciben como moneda de cambio entre partidos, ¿cómo creer en la imparcialidad de los tribunales?
La presión ciudadana y profesional creció hasta el punto de que, en junio del año pasado, la situación requirió una mediación externa. El 25 de junio, con el impulso de Europa, se alcanzó un pacto entre los principales partidos españoles para renovar el Consejo: diez vocales serían propuestos por cada formación. Este reparto por mitades no estuvo exento de críticas: muchos lo vieron como una consolidación del reparto partidista que había originado la crisis, un remedio que perpetuaba el problema en lugar de resolverlo. Como resultado, Europa emitió una recomendación clara: la próxima renovación del CGPJ debería hacerse de acuerdo con los principios de independencia judicial que rigen en la Unión, sin intervención política en la elección de los vocales de procedencia judicial.
Protestas que se repiten
El malestar dentro de la justicia no es un fenómeno repentino, ni se limita a la esfera de los despachos. Jueces y fiscales han alzado la voz en numerosas ocasiones para pedir cambios de calado. De hecho, ya en 2018 hubo dos huelgas históricas en el sector judicial. En mayo de aquel año, aún con un Gobierno en funciones de Mariano Rajoy, la mayoría de asociaciones de jueces y de fiscales convocaron un paro general. Meses más tarde, en noviembre, repitieron la protesta bajo el recién estrenado Gobierno de Pedro Sánchez. Fue una señal contundente: independientemente del signo político en el poder, la carrera judicial explotó en protestas para exigir mejoras.
En aquellas movilizaciones de 2018, secundadas por una parte importante de la judicatura y la fiscalía, las reivindicaciones iban mucho más allá de lo salarial. Los jueces y fiscales clamaban por más medios materiales y humanos, sí, pero sobre todo por reforzar la independencia de la Justicia y la autonomía del Ministerio Fiscal. Demandaban que se les escuchase en la reforma de un sistema que, a su juicio, llevaba demasiado tiempo ignorando sus necesidades y comprometiendo su imparcialidad. Ver a quienes encarnan el tercer poder del Estado colgar la toga y salir a la calle resultó impactante, y demostraba que el problema era estructural y transversal, no una queja puntual de unos pocos inconformistas.
Desde entonces, las advertencias han persistido. En años recientes también se han planificado paros y huelgas – tanto de jueces como del personal judicial – ante la falta de soluciones. Cada nuevo amago de protesta recuerda que la herida sigue abierta. Los profesionales de la justicia insisten en que sin inversiones, sin independencia efectiva y sin un órgano de gobierno renovado, el sistema seguirá acumulando tensión. Las huelgas de 2018 dejaron claro que el tiempo de las promesas vacías había terminado y que, si no se actuaba, la propia Justicia estaba dispuesta a rebelarse para salvarse a sí misma.
Recuperar el espíritu de la Constitución
Llegados a este punto, muchos observadores señalan que la solución pasa menos por crear leyes nuevas y más por volver al espíritu de la Constitución ya vigente. La Carta Magna de 1978 diseñó un Poder Judicial independiente, y en su artículo 122 estableció un modelo claro para el Consejo General del Poder Judicial: de sus 20 miembros, 12 deben ser jueces y magistrados elegidos por sus propios compañeros en la carrera judicial. El objetivo era garantizar que la mayoría de quienes gobiernan a los jueces provinieran de la propia judicatura, asegurando así un muro de contención frente a injerencias políticas.
Ese principio ha sido reivindicado recientemente por el propio CGPJ. El 5 de febrero de este año, una de las propuestas internas elaboradas por el Consejo defendía abiertamente que los 12 vocales judiciales sean elegidos directamente entre jueces y magistrados, sin intervención de los poderes legislativo ni ejecutivo. Esta toma de posición oficial pone de relieve la necesidad de recuperar el sentido original del artículo 122 y fortalecer la independencia judicial frente a influencias externas.
Con el paso de los años, sin embargo, ese espíritu constitucional se fue diluyendo. Las leyes orgánicas que desarrollan el Poder Judicial terminaron por atribuir a las Cortes Generales (el Parlamento) la elección de todos los vocales del CGPJ, incluidos esos 12 de procedencia judicial. En la práctica, esto significa que son los partidos políticos, mediante acuerdos en el Congreso y el Senado, quienes deciden quién integra el órgano de gobierno de los jueces. Para muchos, este sistema traiciona la filosofía original de los constituyentes y deja al Poder Judicial expuesto a repartos partidistas. No es de extrañar que organismos internacionales y europeos lleven tiempo instando a España a cambiar este modelo.
Por eso, más que negociar en interminables mesas políticas una hipotética reforma, lo que reclaman buena parte de los juristas es cumplir el marco constitucional existente. No se trata solo de alcanzar un acuerdo entre partidos para desbloquear la situación, sino de respetar lo que la Constitución ya manda en cuanto a independencia judicial. Este énfasis en el cumplimiento de la norma suprema no es un mero purismo legal: las asociaciones judiciales más activas ven en la situación actual una quiebra del Estado de Derecho. Consideran que la no renovación del Consejo y el mantenimiento de un sistema de elección politizado suponen un incumplimiento deliberado de la Constitución.
Ante la falta de respuesta interna, algunos de estos colectivos han dado un paso inédito: acudir a las instancias europeas. Han comenzado a presentarse recursos directos por omisión ante el Tribunal General de la Unión Europea, e incluso reclamaciones patrimoniales por los daños que habría causado la prolongada vulneración del Estado de Derecho. Esta nueva etapa, más jurídica que política, podría marcar un antes y un después en la lucha por una justicia independiente en España.