En vez de seguir las manecillas del reloj, dejarse llevar por el deseo y las emociones. Tomar cualquier vereda sin ningún destino en cualquier momento. Imaginar en el aire la libertad romántica del pirata o del mendigo de Espronceda, soñar que somos plenamente libres. Esta utopía ha sido expresada con gran belleza por los relojes blandos de Dalí, que con su blandura nos están diciendo que el arte puede liberarnos del tiempo cronológico, aunque sea por un instante.
Perderse en ese instante, hacer lo que uno verdaderamente siente cada segundo es una manera de vivir que Kiko Veneno, de manera virtuosa, supo expresar en su famosa rumba: “Volando voy / volando vengo / por el camino / yo me entretengo / enamorado de la vida / y a veces duele / si tengo frío / busco candela / yo no sé quien soy / ni lo pretendiera.” No puede haber nada más sincero que reconocer que uno no sabe quién es, y al mismo tiempo afirmar que no pretende saberlo. En este sentido la cadencia de la rumba invita a perderse hasta de uno mismo, es decir, que hay que dejar de ser -en términos nietzscheanos- para fundirse en comunión con la totalidad, para enamorarse plenamente de la vida.
Lorca apuntaba que el duende siempre está al borde de la herida, porque nos evade de este mundo por un instante, pero, eventualmente, este instante se convierte en un segundo, y volvemos a la realidad donde los relojes dejan de ser blandos para esclavizarnos. La herida está en ese regreso al tiempo cronológico (donde los relojes se endurecen) y duele más aún cuanto más lejos nos hayamos fugado. Por eso el rumbero enamorado de la vida, que va de aquí para allá sin apenas parar, cuando se detiene, siente con más intensidad ese dolor que abre la herida del duende, y que, además -como una banderilla torera- es el estímulo para levantarse una y otra vez y volver a emprender la aventura. De esa manera el ingenioso Caballero andante, que tiene mucho de rumbero, se levanta una y otra vez para poder perderse en su mundo, donde los relojes blandos son ahora los molinos que van siguiendo el impulso del viento, donde no hay más rumbo que el corazón de Rocinante.
El rumbero, el pirata de Espronceda, el loco, el poeta, el músico embriagado se dejan llevar por el viento que tensa las velas del alma. Abren la herida hasta el límite, para que el duende pueda llegar y llevarlos a un mundo que está más allá de los relojes, donde uno se pierde al borde del precipicio. En este sentido un poema es también un ir y venir volando, es como una vela que se tensa y se destensa cuando el viento amaina, nos va llevando de la mano en duermevela, volando entre el sueño y la vigilia hasta que nos perdamos más allá de la línea del horizonte.
“Volando voy” es una juerga rumbera, un poema embriagado, un querer seguir buscando lo que nunca se va a encontrar. Es una exaltación a la libertad, al sueño y al deseo, un saborear cada rincón de la vida, un dejarse llevar por la resaca.
Volando voy es un ir rumbeando de aquí para allá, sin miedo a salirnos del camino, para que podamos encontrar lo que verdaderamente somos.