Cuaderno de bitácora

Si vis pacem, para bellum

Vaya por delante que este que suscribe es Doctor Honoris Causa en Derechos Humanos, y que lo menciono, no por presumir, sino por poner las cosas en su sitio y otorgar una dimensión objetiva a los hechos.

Apenas pasada por la menarquía y con los pechos floreciendo, en los suburbios de la colonia Escalón, en casa de Elizabeth entró un pandillero que, encañonando a su madre, le dijo que se la llevaba porque a partir de ese momento era suya. La forzó cien veces. Marcó su piel señalándola como su propiedad con tatuajes infames y, cuando ya se aburrió de ella, se la entregó a sus compañeros y secuaces para que continuaran forzándola.

Alexander regresaba a su vivienda en el arrabal de la colonia San Benito. A lo largo del día había estado en el centro ejerciendo de limpiabotas para poder traer algo de comida a su familia. De unos años para acá siempre lo abordaban para sacarle prácticamente todo lo que había ganado. Pero aquel fatal día se cruzó con un aspirante a ingresar en la mara. Ninguno de los dos conocía al otro de nada, jamás se habían visto. Alexander cayó al suelo abatido por una bala que le descerrajó el candidato a gánster.

Para entender esto hay que viajar a las casi dos décadas de guerra civil en El Salvador. Al terminar, en 1992, una considerable cantidad de excombatientes —con formación militar— se trasladan a EEUU, donde chocan con las mafias mexicanas y crean las pandillas 18 y MS13. Detenidos por los disturbios causados en las calles, son deportadas de vuelta a El Salvador. Ahí se instalan en los barrios donde captan a los jóvenes más vulnerables, de 12, 13 o 14 años, a quienes exigen un tributo de sangre para su ingreso en la pandilla, garantizándose así su adhesión. Luego vendría la diversificación del delito al más puro estilo de la mafia: extorsión, asesinato y toda actividad que les reportara beneficios. A los ciudadanos les ofrecían favores a cambio de su colaboración y sumisión de por vida.

En un conflicto entre las maras, el 10 de junio de 2010, hasta 17 vecinos del municipio de Mejicanos fallecieron calcinados tras encerrarlos y prenderles fuego en un microbús. A pesar de los esfuerzos por rescatarlos, 11 murieron en el interior, mientras otros 9 adultos y 3 niños lo hicieron en el hospital. Mientras, en el ataque a otro autobús, abrieron fuego contra el pasaje, cobrándose la vida de dos pequeñas y un adulto. El Salvador se convirtió así en el país con mayor índice de criminalidad y de asesinatos diarios. Nadie veló por los derechos humanos de ninguna de las víctimas ni del resto de los salvadoreños que, paradójicamente, no estaban a salvo.

El país entero se convirtió en un avispero donde las maras constituyeron un estado paralelo al Gobierno, enquistándose en todo el aparato estatal, protegido por un numeroso ejército de criminales brutales y sanguinarios que convirtieron a los ciudadanos en prisioneros del terror. Esa fue la herencia recibida por el presidente Nayib Bukele, quien, en una coherente reflexión, comprendió que, si un gobierno no puede erradicar la delincuencia, es porque la delincuencia ya está dentro del gobierno.

La respuesta de Bukele no se hizo esperar. En un tiempo récord construyó el CECOT o Centro de Confinamiento del Terrorismo, con medidas extremas de seguridad y reclusión en las más duras condiciones. Acto seguido, confió a las fuerzas del orden la detención de todos los pandilleros, fácilmente identificables al llevar su piel, de los pies a la cabeza, totalmente tatuada, y de paso a aquellos políticos y funcionarios que colaboraron con ellos.

Pero muchos consiguieron mantenerse ocultos en el anonimato, esperando poder desafiar nuevamente al poder y a la sociedad salvadoreña que, de pronto, goza de seguridad y libertad. Porque los reclusos del CECOT no son simples prisioneros de guerra, sino rehenes que mantienen pacificados a los mareros que aún están en el exterior. La oposición y las ONG protestan por el trato dispensado a los presos, lo que sería muy a tener en cuenta en una situación de democracia plena.

Ahí está la segunda cuestión: esa guerra contra las maras que desangraban a El Salvador requirió de la declaración del estado de excepción, que por definición es un mecanismo legal por el que el Gobierno declara un estado en el supuesto de perturbación grave del orden público o conflictos armados y que implica la suspensión temporal de ciertas libertades civiles, derechos fundamentales y garantías constitucionales, concentrando el poder en el Ejecutivo.

Esa doble vertiente obedece a la situación de los reclusos del CECOT: por un lado garantizan la paz y, por el otro está la limitación de sus derechos por el estado de excepción. Porque de eso se trata, de una guerra en la amplia y vasta concepción del término, para cuyo armisticio las maras demostraron que la negociación no es posible dado que la paz no es la ausencia de guerra, sino la presencia de justicia. En un mundo tan confuso y errático, ¿quién debe tener mayor peso a la hora de proteger sus derechos, los criminales asesinos sanguinarios o los ciudadanos inocentes?

El Salvador solo tiene un camino para regresar a la democracia plena y con respecto a los derechos humanos, que pasa por erradicar las pandillas, sin negociaciones ni condiciones, porque, como dijo Winston Churchill, quien se humilla para evitar la guerra, se queda con la humillación y con la guerra.