Una vez, en un vuelo a Abidjan, me tocó al lado un marfileño que le pidió a la azafata un trago de champán. Esta, diligente, le acercó al instante una copa llena hasta arriba. No le di más importancia al asunto hasta que, al cabo de un rato, después de terminarla, volvió a llamar a la misma azafata para solicitarle otra. Entonces se repitió la operación, y mi vecino de asiento, mientras me miraba a los ojos y se reía con esa alegría tan especial de los africanos, me explicaba con naturalidad: “si pides, él viene, tú prueba”. Animado por él, a la tercera también yo reclamé una y, en efecto, las dos vinieron, bien colmadas y gratuitas, como perritos obedientes. Mi ya amigo se desternillaba.
El problema es que en España el vino no viene, salvo que se lo llame por botellas, algo sorprendente en un país vitivinícola de primer orden como el nuestro. El primer Estatuto regulador, de 1932, declara que “el Vino es la bebida resultante de la fermentación alcohólica total o parcial de la uva fresca o del mosto”, entendiéndose esta uva como el fruto de la Vitis Vinifera apto para hacer vino. Lo que no regula ese Estatuto es la cantidad de líquido que ha de contener la copa servida al consumidor. Al contrario de la norma de calidad de la macedonia, que establece que han ser cuatro, al menos, las diferentes frutas que incluya, no hay una reglamentación que precise el “número de dedos de vino a escanciarse”, por lo que con frecuencia estos no llegan ni a uno, horizontal por supuesto. En Alemania, en cambio, los recipientes de cristal llevan impresa una señal que marca el nivel hasta el que ha de ascender la bebida, lo cual evita suspicacias y malos pensamientos. Pero lo más sorprendente es que los oriundos de esta tierra cuna de su cultivo inclinen sin más la cabeza sobre el sorbo que les ponen en los bares y se lo beban con resignación, en lugar de convocar manifestaciones sobre un asunto de tan vital importancia, cuyo lema podría ser “POR UNA BUENA COPA DE VINO”.
Los poetas más sublimes han ensalzado este néctar de los dioses. Antonio Machado censura en sus versos a quienes creen que saben porque no beben el vino de las tabernas; Omar Khayyam nos anima a consagrar a las luces del alba la copa de vino, a beber y olvidar el puño del dolor; y Baudelaire nos propone, para no ser esclavos martirizados del Tiempo, embriagarnos sin cesar de vino, de poesía o de virtud.
Sí, si el vino viene, viene la vida, cantó el gaucho Horacio Guarany; claro que, si Edgar Allan Poe siguiera entre nosotros, enseguida propondría una huelga de bebedores, él no brincaría de alegría con un sorbito de champagne, tampoco mi simpático marfileño.
Bromas aparte, beban razonablemente, ¡brindemos por ello!