En la galería Saatchi de Londres disfruté hace años de una obra de arte que me fascinó. Consistía en una instalación en la que ocho o nueve hombres vestidos con túnicas de colores y luengas barbas se desplazaban montados en sillas de ruedas a la deriva que se iban golpeando y cambiando de dirección. Los individuos en cuestión eran, por supuesto, muñecos a tamaño natural realizados con tanta perfección que parecían de verdad. El arte, contra lo que algunos creen, es imprescindible para nuestra supervivencia como especie, pues nos conecta, gracias a los hilos de sus experiencias inefables, con el mundo espiritual del inconsciente, ese duende misterioso alojado en la suite derecha del cerebro. Y esa obra maestra en movimiento aleatorio e impensable, con aquellos tipos impasibles sobre sus asientos, como correspondía a personajes tan graves y sin sentido del humor, me dejó mudo de asombro.
Recuerdo a menudo aquel escenario para reírme un poco y consolarme en plan “mal de muchos” de las aglomeraciones de las grandes ciudades, donde vivimos apretujados y chocando a cada paso sin necesidad. Tan indolentes nos volvemos que somos incapaces de aprovechar las ventajas de estas megalópolis, que algo compensarían sus incomodidades con las oportunidades que ofrecen. Si junto a un teatro o local con algún espectáculo exclusivo, por ejemplo, hay un bar, lo habitual es que este esté abarrotado, con toda la concurrencia estorbándose en la barra, y el espacio cultural medio desangelado, salvo que se trate de un musical publicitado hasta la saciedad (sí, ya sé que estáis pensando en ese que yo también vi). Buena parte de esos bebedores podría, sin embargo, empinar el codo con mayor holgura en cualquier pueblo de la España que llaman vaciada, donde todavía quedan bares. Y si entre los nuevos residentes se hallasen, además, algunos profesionales de calidad de esos que ya ni con lupa se encuentran, como oficiales de albañilería, estos se harían de oro. Ya es un clásico preguntarle a los vecinos del barrio si conocen el Museo del Prado y recibir la respuesta de que aún no, pero que como lo tienen al lado cualquier día lo visitarán. Pues bien, por desgracia, la mayoría de estos bienintencionados desfilará antes hacia el otro barrio que cumplir con esa expectativa, que es más nuestra que suya. Al personal, en fin, le va la marcha de las sillas de ruedas, de los autos de choque si se prefiere -menudos viajes se metían los barbudos-.
Del sentimiento trágico de la vida, así tituló Unamuno uno de sus sesudos ensayos; yo me quedo, en cambio, con lo que exclamó el personaje de una novela de Bohumil Hrabal: ¡Mira, chaval, la vida, a nada que se dé bien, es maravillosa! Por cierto que el rostro de D. Miguel estaba esculpido a conciencia en otra sala de la galería Saatchi, siempre tan vanguardista, en una pata de jamón ibérico, eso sí, sólo para degustar visualmente.