Las experiencias vitales que se cuecen a fuego lento, cuando no se malgastan en tertulias ni en masters de cartulina, otorgan cierta sabiduría. Sólo hay que ver que últimamente surgen numerosos rumores y especulaciones que agitan los círculos mediáticos, apuntando que el calor y el cambio climático son los responsables de todo, desde la sequía hasta la desmemoria colectiva, ¡es posible!
En estas surge la astucia, que es esa virtud que no se cultiva en doctorados ni se compra en librerías, suele nacer en determinados ambientes en los que la discreción es ley y en donde los asuntos turbios o difíciles se fraguan entre vapores, confidencias y toallas húmedas. Tanta enseñanza y tanta erudición se puede adquirir en locales y saunas que en ocasiones ilustran tramas que los escaños callan. Y, en todo ese enredo, el perro ha mudado su pelo porque aquí no viste traje sino albornoz. Su verdadero saber no surge por el paso del tiempo, sino por un perfume barato mezclado con los efluvios de un calor que segregan algunas aguas oscuras.
Ya entendía el grande Hipócrates, padre de la medicina, que nació en torno al siglo V, a.C., sobre la importancia de la higiene y el baño, entendiéndolo como un lugar de purificación y relajación. De esto Perro Saunez ha tomado nota y es ejemplo claro, porque sabe más por perro que por Saunez. Su alter ego —según ciertas noticias que se deslizan como el jabón mojado por la ducha— presuntamente ha sido partícipe de ciertos negocios de prostitución y abusos, con un suegro comprometido con la noche, que es aquella que nunca duerme, pero en cambio siempre cobra.
Y entretanto las aguas turbias se agitaban por los rincones más húmedos del poder, el calor también se hacía presente en muchos frentes, menos íntimos pero sin duda igual de reveladores. Cuando el monte ardía con la furia de quien no espera auxilio, el Congreso seguía bien cerrado y sus señorías de vacaciones, entonces apareció Perro Saunez en una sala refrigerada, evitando cenizas y gritos, allí donde el fuego se combate con gráficos y promesas. Entre técnicos que no sudan, sirvientes que sonríen, pantallas que no lloran y flases que arreglan al monstruo, Saunez se dejó ver como si estuviese visitando la pinacoteca de los desastres, sin tocar, sin preguntar y sin mancharse. Su presencia fue hermosísima y limpia, como su camisa, y tan breve como sus compromisos.
El doctor Saunez procuró que no hubiese vecinos, ni voluntarios, ni brigadas, ni nadie que le recordase que el humo tiene memoria. Así que subido en su avión llegó del refugio de Lanzarote al del operativo, saludó con la mano que no tiembla, escuchó sin emoción y marchó con la certeza de que el incendio, como todo lo demás, se apaga solo. Él es el único que cree que el fuego se combate mejor desde el despacho, por eso se disfraza de presencia sin convivencia y hace visitas sin alma.
Pero ocurre que Saunez, tanto en relación con los fuegos como también sobre su entorno, dice, curiosamente, no saber nada. Como si la ignorancia fuese virtud y no estrategia. En relación con lo segundo volvió a brotar de nuevo el ínclito Villarrejas, con su generosa base de datos y añadiendo más “fuego” a la mecha: menores prostituidos y cuentas sospechosas. Él lo deja por escrito y tan bien relatado que parece que todo cuadra. Incide además en relación con cierta esposa directora de Cátedras que parece haber dirigido asuntos menos académicos, a quien tal vez le sobrevinieron las enseñanzas de manos de algún erudito de peticiones difíciles de entender para un gentil, pero no para un séquito de profesionales del sector.
No olvidemos que el perro —en su arrogancia— también tuvo buenos amigos, vivió con profesionales y compartió coche, mantel y toallas. Además urdió algo más grande porque supo conquistar a la camarera de pisos que negociaba llaves y cabinas, de quien además sabía que era la que tramitaba vicios con la misma destreza que actúa un ministro en campaña.
Con los años parece que todo ha mudado, salvo el perro Houdini que ha demostrado que no hace falta envejecer para saber bailar entre las sombras o las brasas apagadas. Solamente es necesario elegir la sauna adecuada y conocer las miserias antes de que se enfríe el banco de madera. Un buen cojín, una toalla corta y un vicio infantil, enseñan más que cualquier máster. Saunez sabe bien —por perro— que en la sauna no hay protocolo, ni prensa, que no hay oposición ni escrutinio, solamente existe avenencia y asentimiento. Al final se añade un magnífico pago interesado, eso que a muchos nos parece realmente sórdido e indecente.
Sólo son cuerpos, calor y la verdad desnuda. Es el poder que se cuece a fuego lento, en donde parece que nadie lleva micrófono, pero todos conocen bien quien es el que manda.
Así que sí, el perro sabe mucho. Pero en España sabe más quien entra en una sauna con una sonrisa y sale con un pacto, que aquel a quien se le empañan las gafas o el que no sabe guardar bien las miserias del calor.