En la nota anterior habíamos llegado hasta la aparición del maestro toscano Alfredo Lazzari, fundador de su Escuela artística boquense.
El perfil humano del artista aparece claramente descrito por el crítico Cayetano Córdoba Iturburu, quien nos dice”...los pintores lo respetaban y querían…su recato…su modestia…su silencioso orgullo, tal vez su dignidad irreductible, que odiaba el ruido grosero de los recursos publicitarios.
Con Lazzari cobra segura orientación el arte boquense y la tarea que impulsa desde los cursos libres que dicta a partir del año 1903 desde el Salón de la Unión de La Boca torna justiciero el reconocimiento que le brinda el historiador Antonio Bucich cuando escribe”…puede decirse, mirando hacia un tiempo que se desvanece en la penumbra, que el rostro de Alfredo Lazzari asomará siempre tras los pintores del Riachuelo”.
Con ser absolutamente pertinentes, esas palabras son insuficientes para destacar el papel de Lazzari en el propio arte nacional, porque fue, más allá de sus méritos de maestro boquense, fue un claro precursor del arte urbano y suburbano en el país, aunque su papel en la definición de modernidad no se encuentra suficientemente reconocido.
Adelantamos en líneas anteriores que la verdadera dicotomía en la que se dirimió la prevalencia metrópoli/margen culminó cuando la primera, culminó la búsqueda de un ancla de identidad convirtiendo al paisaje pampeano en su eje, desde el cual expandió su reconocimiento glorificándolo en diversas manifestaciones mediante retratos, escenas históricas, raptos indígenas, escenarios bucólicos y escenas camperas.
Por su parte, pocas décadas después, bajo la dirección rectora de Lazzari, el arte inmigrante comenzaba su tarea de búsqueda de identidad, que encontraría tomando como epicentro ese “vientre de mil rayos” que era el Riachuelo.
El paisaje marítimo se convertirá en eje de múltiples significaciones; constituirá su memoria iconográfica; vistas portuarias, paisajes aledaños al río, interiores con vistas amplificadas de la avenida costanera, escenas de trabajo de carga y descarga, interpretaciones plásticas del multifacético caserío sumados al universo de la vida íntima y sus personajes familiares, constituirán un “nuevo sujeto” de la escena artística.
Si el arte metropolitano tendrá puesta su mirada cenital en el infinito de la pampa bonaerense, que se reproduce siempre idéntica a sí misma, el arte marginal que aparece en La Boca la pondrá en la luz cambiante de lo que fluye y desaparece.
Para el detentador del poder fundado en lo inmóvil (en nuestro caso el poder oligárquico, en esa época, ligado a los intereses ingleses), se sabe que el movimiento significa un peligro…un riesgo latente y de ahí a su recelo…hay solo un paso!
Claro que el cambio que se fue produciendo en el mundo de imágenes artísticas, fue muy fuerte, y dio lugar a reacciones emocionales y artísticas cargadas de resentimiento y desprecio hacia el accionar de esos pintores marginales e invasivos.
Podrían reproducirse acá sin introducir siquiera una coma, las opiniones que vertiera el superintendente de arte de la Academia de Bellas Artes de París, sobre los pintores de Barbizón, una escuela hermana a la boquense que se había establecido en un pueblito cercano a la ciudad luz en la primera mitad del siglo XIX.
Con indignación señaló entonces, que aquella, “era una pintura de demócratas, de hombres que no se cambian las ropas y que se quieren imponer a las gentes de mundo. Este arte me desagrada y me indigna”.
Estos inmigrantes que poblaron La Boca y le dieron la fisonomía y la impronta, con la mirada puesta en el puerto y el río y no en la llanura infinita de la pampa, desafiando el fetiche consagrado por la metrópoli, fueron menospreciados como artistas y negado sistemáticamente el valor de sus obras, a la luz del juicio de la crítica dominante, que las consideraron anacrónicas, chabacanas y redundantes, por no reflejar el criterio de “modernidad” vigente en la vieja Europa
Así sucedió durante décadas, hasta principios de los años 40 del siglo XX.
Precisamente ese año cuando el barrio marinero decidió celebrar el medio siglo de existencia de sus artes plásticas realzando una muestra colectiva de importancia en el corazón de la metrópoli (las salas del Banco Municipal de la ciudad), le salió al cruce, en un artículo publicado en la emblemática revista cultural “Sur” que dirigía la conocida escritora Victoria Ocampo, el mayor representante de la crítica artística con que contaba la época, Julio Payró, que con énfasis negaba en su extenso comentario de la exposición, la posibilidad de existencia de una escuela de arte boquense, cuyos representantes pintaban, a su criterio, bajo la influencia de estilos que eran más propios del año “1914 que de 1940”.
Sin embargo, el tiempo transcurrido desde entonces demostró que a pesar de su eminencia, el mencionado crítico estaba profundamente equivocado al medir el valor del arte ribereño fundándose en una consideración estilística y desdeñar el valor iconográfico e identitario de sus representaciones, que ochenta años después, nadie discute.
La Escuela de Arte de La Boca sintetiza la coronación estética de ese “paese” efímero que brotó durante poco más de un siglo en la orilla sureña de la gran metrópoli como una gigantesca rosa perenne.
Parafraseando a Nietzsche podríamos agregar que labrada con constancia y esfuerzos cotidianos por esos humildes artistas, “modestos en sus necesidades”, que solo perseguían dos cosas… “su pan y su arte”.