Tiempo de pensar

El respeto al pueblo judío: una deuda de humanidad, historia y gratitud

En tiempos donde los discursos de odio vuelven a florecer, levantar la voz por la dignidad de un pueblo históricamente marginado no es un gesto político ni ideológico: es una obligación moral. El pueblo judío —pequeño en número pero inmenso en legado— merece respeto no por privilegio, sino por justicia. Y porque, a lo largo de la historia, ha sido un farol encendido en medio de la oscuridad, incluso cuando la oscuridad lo quemaba a él mismo.

Una civilización basada en la ética. Mucho antes de que el mundo hablase de derechos humanos, los antiguos textos judíos ya decían: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18).

Fue el pueblo judío quien sembró ideas como el descanso semanal (Shabat), la dignidad del pobre, el respeto por el extranjero y la noción revolucionaria de que el poder debe estar sometido a la justicia moral. Estos principios forman la raíz ética no solo del judaísmo, sino de muchas leyes y valores occidentales.

Tuvieron un aporte desproporcionado al bien común. Aunque representan menos del 0.2% de la población mundial, los judíos han generado más del 20% de los premios Nobel en ciencia, medicina, literatura y paz. Nombres como Albert Einstein, Jonas Salk, Sigmund Freud, Hannah Arendt o Amos Oz han cambiado el curso de la historia intelectual y científica. Pero no es solo cuestión de genio individual. Donde el judaísmo se asienta en libertad, florecen escuelas, hospitales, universidades, debates cívicos, sin imponer su religión ni pedir favores especiales. Construyen y comparten. Siempre.

Han tenido presencia activa en las luchas por la justicia. Un hecho frecuentemente silenciado: los judíos en Estados Unidos fueron aliados clave en la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos Rabinos marcharon junto a Martin Luther King Jr. en Selma. Líderes judíos fundaron y financiaron organizaciones de derechos humanos. Muchos arriesgaron su vida o fueron arrestados por apoyar causas de igualdad racial. La alianza entre ambas comunidades no fue oportunismo: fue solidaridad nacida del dolor compartido y de una convicción común en la dignidad humana.

Son un pueblo que no se rinde. Desde los pogromos medievales hasta la Shoá (Holocausto), los judíos han sufrido expulsiones, humillaciones y genocidios. Y aún así, el odio no los quebró. Siguieron educando, sanando, escribiendo, sembrando valores. No con armas, sino con libros; no con odio, sino con memoria. Su respuesta no ha sido venganza, sino civilización.

El corazón judío es familia, amor y compromiso. La cultura judía pone a la familia en el centro de la existencia. No como formalidad, sino como espacio vivo de transmisión, afecto y responsabilidad. El Shabat —la cena del viernes por la noche— no es solo un rito: es una cita con la paz, con los hijos, con la pareja, con el alma. Los hombres judíos, especialmente en contextos tradicionales, son formados para ser buenos esposos, padres presentes y cuidadores del hogar, no como excepción, sino como mandato espiritual. En un mundo cada vez más fragmentado, su cultura del cuidado familiar es un ejemplo discreto pero elocuente.

Israel es democracia en tierra áspera. Es imposible hablar del pueblo judío sin mencionar al Estado de Israel, cuya existencia ha sido cuestionada desde el día de su nacimiento, pero cuya solidez democrática es innegable. Israel es hoy el único país democrático y republicano del Medio Oriente, con separación real de poderes, elecciones libres, parlamento activo, prensa plural, y un poder judicial independiente que ha enfrentado incluso a sus propios gobernantes. En un vecindario geopolítico marcado por dictaduras, monarquías absolutas o regímenes teocráticos, Israel es una excepción valiente.

Una nación imperfecta, sí, como todas. Pero viva, plural, debatiente, y profundamente comprometida con sus instituciones. ¿Por qué respetar al pueblo judío? Como católica practicante, digo que su historia nos obliga a no olvidar. Porque su presente nos enseña a construir. Y porque su legado —ético, familiar, intelectual, democrático— es una inmensa contribución para toda la humanidad, no solo para ellos. Respetar al pueblo judío no es una concesión. Es una forma de respetarnos a nosotros mismos, como sociedad, como civilización occidental  y como seres humanos.