Ver y mirar parecen sinónimos, pero no lo son. Ver es un acto pasivo; mirar, en cambio, es elegir. Y en esa elección se juega una parte silenciosa de nuestra libertad.
Me sigue sorprendiendo entrar a un bar o a un restaurante y encontrar, como un mueble más, un televisor encendido con noticias que nadie pidió. Mientras comemos, desfilan imágenes de un pingüino perdido en un volcán o de una masacre en Sudán, y nada nos estremece. Todo se nos ofrece para ser visto sin que haya tiempo —ni permiso— para mirar. Nuestro cerebro debe digerir esas escenas sin haberlas invitado, como si la sobremesa también estuviera colonizada.
Pero hay una escena que miro con especial atención: la de personas sentadas en una misma mesa, compartiendo la bebida y la comida, pero no la presencia. Cada uno permanece enmarcado en su propio territorio, scrolleando sin tregua, depositando sus sentidos en la pantalla sin advertir que alguien respira a pocos centímetros, esperando quizá una palabra o una simple mirada.
Nos hemos acostumbrado al trato impersonal, a la velocidad sin pausa, a esa promesa de satisfacción inmediata que las redes prodigan como si fueran un oráculo de bolsillo. Y sin embargo, nunca hemos estado tan lejos de nosotros mismos.
“Cuando miras largo tiempo a un abismo —escribió Nietzsche— también éste mira dentro de ti”.
Dónde depositar la mirada es hoy un acto de rebeldía. Salir del torrente que arrastra todo exige esfuerzo, constancia y la humilde paciencia de quien sabe que el ruido no se combate con más ruido. Porque no es fácil escapar cuando todo nos empuja a ver sin intención; cuando mirar viene decorado de falsas promesas, felicidades automáticas y pensamientos que se desatan sin que podamos gobernarlos.
A veces caer es necesario: reconocer la propia fragilidad, admitir que la vida requiere un ejercicio cotidiano del ser, un modo distinto de orientar la mirada. Una mirada que no se alimenta de la carcajada instantánea, sino de un gozo más profundo, nacido del agradecimiento. Es en esa acción de gracias diaria y silenciosa donde comienza a germinar una felicidad real.
Y cuando uno ya no sabe hacia dónde mirar, hay palabras que devuelven el centro. Pocas tan claras como las que dejó Francisco de Asís para quien busca la verdadera alegría:
Oh Señor, hazme un instrumento de Tu Paz.
Donde haya odio, que yo lleve el Amor.
Donde haya ofensa, el Perdón.
Donde haya discordia, la Unión.
Donde haya duda, la Fe.
Donde haya error, la Verdad.
Donde haya desesperación, la Alegría.
Donde haya tinieblas, la Luz.
Oh Maestro, haced que yo no busque tanto
ser consolado, como consolar;
ser comprendido, como comprender; ser amado, como amar.
Porque es dando que se recibe;
perdonando, que se es perdonado; y
muriendo, que se resucita a la vida eterna.