Entre las muchas herencias literarias que nos dejó Cervantes está ese remedio imposible que, como tantas supersticiones médicas, sobrevivió más allá de toda burla: el bálsamo de Fierabrás. Su nombre hace sonreír, su historia asombra y sus efectos —al menos en boca de don Quijote— provocan carcajadas. Pero lo más interesante es que el bálsamo existió antes de Cervantes y siguió apareciendo en recetarios cortesanos más de un siglo después de que Sancho Panza quedara exhausto “desaguándose por entrambos canales”.
El Fierabrás original no era un boticario, sino un gigante sarraceno, protagonista de la Chanson de Fierabrás, un éxito europeo del siglo XII al que Cervantes accedió gracias a la versión española publicada en Sevilla en 1525. La leyenda cuenta que Fierabrás, hijo del almirante Balán, conquistó Jerusalén y halló dos barriles repletos del bálsamo con que se ungió el cuerpo de Cristo tras la Crucifixión. Ese era el verdadero tesoro: una reliquia, no un medicamento.
El gigante llevaba los barriles colgados a ambos lados de su caballo, pobre bestia que debía soportar el peso de su amo, su armadura y los toneles sagrados. Hasta que el caballero cristiano Oliveros le venció y, tras comprobar sus virtudes curativas, los arrojó al río para evitar que dieran ventaja al enemigo. Desde entonces —decían— solo flotaban un día al año: el de San Juan Evangelista.
Una historia hermosa, sí, pero tan inverosímil que Cervantes prefirió no incorporarla literalmente. Evitó así los terrenos pantanosos de la devoción excesiva a las reliquias, tan viva en la España del Siglo de Oro, donde incluso reyes recurrían a huesos, óleos y prepucios para solventar dolencias diversas.
En el Quijote, don Miguel sustituye el bálsamo sagrado por una versión burlesca: un mejunje elaborable en cualquier venta con romero, aceite, sal y vino. Es Sancho quien va a pedir los ingredientes, definiendo involuntariamente al héroe medieval como “el feo Blas”, quizá una de las deformaciones más cómicas de la tradición oral.
Don Quijote cuece los ingredientes “un buen espacio” y, como buen alquimista autodidacta, acompaña la preparación con más de ochenta padrenuestros, avemarías y credos, utilizados entonces como sistema para medir el tiempo, cuando ni boticarios ni médicos disponían de relojes fiables.
El resultado, claro, no podía funcionar bien. Al probarlo, el hidalgo vomita con tal violencia que se queda “más sano que una manzana”. Sancho, más robusto de estómago, lo paga caro: sudor frío, bascas, desmayos y finalmente… el célebre final en el que “…comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales.” No hay tratado de farmacología que explique mejor una diarrea súbita.
¿Qué podía causar esos efectos? El propio análisis del texto lo aclara: el romero no es purgante, y la reacción solo se explica por las cantidades desproporcionadas ingeridas y el efecto laxante del aceite, unido a un proceso digestivo alterado por la paliza previa. Como sátira de la medicina popular —esa que mezclaba simples vegetales con oraciones— es de una precisión quirúrgica.
Tras semejante burladero cabría pensar que ninguna persona sensata volvería a tocar un remedio tan ridiculizado. Sin embargo, la superstición es más resistente que el escepticismo. La doctora Rosa Basante descubrió que el bálsamo de Fierabrás seguía utilizándose para tratar a la esposa de Felipe V, más de cien años después de publicarse la novela. Una prueba de que la literatura puede mucho, pero la credulidad humana puede bastante más.
El bálsamo de Fierabrás simboliza esa confianza ingenua en la panacea total, en el ungüento universal capaz de vencer a la muerte y al dolor. Una tentación tan antigua como persistente. Cervantes lo entendió: para ridiculizar los excesos de la terapéutica solo necesitó un caballero crédulo y un escudero con malos tráficos intestinales.
Y así, mientras vemos desfilar por nuestra historia remedios milagrosos que entran y salen del mercado, no queda más remedio que preguntarse, con una sonrisa cervantina y un poso de escepticismo tradicional:
¿Habrá todavía bálsamos de Fierabrás esperando a ser descubiertos, glorificados… y finalmente abandonados por la terapéutica?