Me animan los amigos del Ateneo Cultural Interuniversitario a escribir una pieza de viajes: experiencias, impresiones, encuentros con otras culturas… Dudo de cuál tirar. Durante años viví con una maleta rodante a mi lado hasta que, por fin, hinqué la rodilla y fijé plaza. Reviso mis libretas de viajes; son pequeños cuadernos de bitácora con anotaciones tomadas sobre la marcha. Me decido por el diario de observaciones de mi primera visita a Nueva York, en primavera de 2007. Me servirá como refuerzo de memoria para redactar a toro pasado un texto a caballo entre la crónica y el diario en la “ciudad vertical”, a la que los aficionados a los cómics también llaman con acierto “Gotham City”.
Primer día. Lunes 02 de abril
Salimos de Madrid-Barajas a las 11,30 horas. El grupo estuvo compuesto por tres parejas de amigos, tres: Efrén y Paqui, Nacho y Tere, Carmen y un servidor, de nombre Ricardo. Paqui, que es bióloga, trabaja para una multinacional que tiene su sede principal en Nueva York. Ella se convirtió en nuestros ojos en la city de los rascacielos y poco sueño; por lo del tópico de que “NY nunca duerme”. El resto de la peña dedica sus afanes profesionales a la docencia, el periodismo y la arquitectura.
Después de casi nueve horas de vuelo, llegamos al aeropuerto John F. Kennedy. La diferencia con España es de seis horas. Nos recoge un latino amable que conduce un monovolumen. Tardamos 45 minutos en llegar al hotel Radisson en el 52 William St, al lado mismo de la Bolsa en Wall Street, donde nos alojamos.

Con las maletas deshechas y el ánimo arriba, hicimos la primera salida. Sin prisas, pero sin paréntesis. Conviene sacarle partido a “la ciudad que hay que visitar al menos una vez en la vida”, según los manuales al uso.
Nos iniciamos visitando la catedral de San Patricio. Este viaje a NY estará lleno de sorpresas. En el interior del templo nos encontramos con el doctor Beltrán, que tuvo un programa en Antena 3. Después nos fuimos a la tienda insignia de Tiffany, en la 727 5th Avenue y, de paso, nos acercamos a una de las entradas del Central Park; un bosque de quietud en la ciudad de las prisas.
De vuelta, ¡oh sorpresa!, nos topamos en la Quinta Avenida con una compañera de instituto de Carmen en Asturias. Definitivamente, el mundo ye un pañuelín…, aunque mirado de otro modo, tampoco resulta extraño coincidir en un destino y en una calle a la que todo el mundo quiere ir. De regreso al hotel, decidimos cenar en el Rockefeller Center, que nos pillaba de paso. Jornada intensa.
Segundo día. Martes 03 de abril
Nos levantamos temprano. Después de esperar un poco, desayunamos sobre las 8,30 horas. Todos los camareros son latinos y hablan español, aunque se arrancan en inglés pese a que es evidente que somos colegas de idioma. Se me ocurre que sería un buen título para una novela algo así como “No busques un camarero rubio en Nueva York”. Todavía no he visto ninguno. Mientras almorzamos en grupo, comentamos los canales de televisión y repasamos los planes. Carmen, como buena trotamuendos, tira de guía y relee unas páginas en voz alta. Por deformación profesional me fijo en la seguridad del hotel; los vigilantes son negros. En NY, la seguridad privada está en manos de los negros y la hostelería de los hispanos y los asiáticos. En cada puerta de toda buena tienda hay un negro robusto que te puede noquear a poco que se empeñe.
Ya en la calle, iniciamos el recorrido por Broadway. Pasamos al lado de la Iglesia de la Cienciología. Esta zona es, a todas horas, un auténtico hervidero de gente con una actividad frenética. Imponente, como en el cine, la plaza de Times Square, auténtico símbolo del cosmopolitismo con sus carteles publicitarios.
Hacemos cola durante tres horas para entrar en el Empire State, situado en la intersección de la Quinta Avenida con la calle 34 Oeste, tal como reza en el rótulo de la puerta. Cuatro millones de personas al año visitan este rascacielos. Al fin accedemos. Nos quedamos dentro una hora y pico; las vistas desde la terraza son impresionantes. Vértigo y poesía. Fue el edificio más alto del mundo durante unas décadas, a mediados del siglo pasado. Total, cinco horas en el Empire entre unas cosas y otras. A la salida nos comemos unos perritos calientes en una hamburguesería. Miles de personas extranjeras pululan por esta city multicultural con una sinfonía de acentos.
Siguiendo el plan del día, nos acercamos al río Hudson para hacer la travesía clásica en barco y visitar la Estatua de la Libertad, al sur de la isla de Manhattan ¡Conmueve, francamente! Ya en tierra, tomamos el metro en la estación de Pensilvania. El sistema de metro, aunque caótico, permite circular con rapidez en una ciudad donde el tiempo parece correr más deprisa que el propio reloj.

El ejército patrulla la zona junto a policías con perros. Los polis neoyorquinos gustan de raparse la cabeza a lo Yul Brynner, el protagonista de “Salomón y la reina de Saba”. A los yankis les encantan asimismo las abreviaturas; todos los carteles están llenas de ellas, lo que facilita su lectura súbita. A poco que te fijes, ves “mendigos” pidiendo limosna en algunas esquinas con la bandera de las barras y las estrellas en la mano; una puesta en escena genuinamente local. Cada calle, una postal; cada esquina, una historia.
Después de caminar un poco, llegamos a nuestro destino: la Zona Cero. El ambiente es impactante y encoge el alma. Justo al lado de donde estaban las torres gemelas del World Trade Center han instalado una exposición temporal como homenaje a los 343 bomberos fallecidos con motivo del atentado del 11-S. En total, 2.606 personas murieron en las torres y los alrededores. Es realmente incomprensible como unos terroristas yihadistas sin oficio ni beneficio pudieron vulnerar con los aviones homicidas la seguridad aérea estadounidense. Las autoridades tienen previsto (y lo hicieron) construir nuevos rascacielos en la zona, dejando un gran espacio de conmemoración al aire libre para monumentos que honren a las víctimas del atentado y un museo memorial.
De regreso al hotel, cinco camiones de bomberos atraviesan las calles cercanas a la avenida Lexington, a la que los neoyorquinos se refieren coloquialmente como “Lex”, haciendo, efectivamente, alarde de su aprecio por las abreviaturas. Llevan enormes banderas americanas ondeando en lo alto de los cañones de agua de los vehículos. Es admirable el orgullo que sienten por su pabellón.
Para cerrar la jornada, cenamos en un autoservicio enfrente del hotel. Al poco subimos, ya de noche, a las habitaciones. Mañana nos espera una ruta creativa.
Tercer día. Miércoles 04 de abril
Desayunamos en el restaurante del hotel los típicos huevos con bacon, incluidas patatas fritas y café cargado. Después, entro en la sala de internet a descargar mis correos. Esta mañana el hall está especialmente concurrido. Las tripulaciones de las líneas aéreas japonesas llenan el vestíbulo; todos saludan con una inclinación de cabeza al capitán del avión. El detective del hotel, un negro corpulento, hace la ronda con su placa colgada del bolsillo de la chaqueta para que no quepa duda de su autoridad uniformado de “policía secreto”. Antes de partir, adquirimos en el mostrador de recepción seis entradas para ver el viernes por la tarde “El fantasma de la ópera”, en Broadway. Llueve.
Entramos en el metro por la 51 street, cerca de la avenida Lexintong, dirección Museo Metropolitano. Paqui y Efrén controlan al detalle el entramado de líneas de trenes. El metro de Nueva York no funciona como el de Madrid; hay que andar atentos para no “errar el tiro”. Ya en el vagón, estamos hacinados. Después de una pequeña espera, accedemos al Metropolitan. La casualidad hace que nos encontremos de nuevo a alguien conocido entre los visitantes; se trata de Luis Yañez, antiguo secretario de Estado de Exteriores de España. El Museo es extraordinario. Tiene una colección de más de dos millones de obras de arte de todo el mundo, desde tesoros de la antigüedad clásica hasta pinturas y esculturas de los mejores maestros de Europa: Rafael, Tiziano, Greco, Rembrandt, Velazquez, Picasso, Van Gogh…
Vemos una reja enorme; procede de la catedral de Valladolid, tal como figura en la cartela explicativa. ¿Comprada, expoliada? Quién sabe. El tiempo suele hacer su trabajo de “amortización” y se pierde el rastro. Aparentemente no se perciben muchas medidas de seguridad. Es de suponer que las haya y no se noten. En eso va el éxito.
Suena el móvil en mitad de la sección de Egipto; contesto con brevedad y cuelgo. Comemos en la cafetería interior, atestada de gente. Al terminar, hay menos público y nos quedamos un rato tertuliando. Proyectamos, ya lo teníamos previsto, ir al Guggenhein que se encuentra no muy lejos, en la Quinta Avenida.

El Guggenhein se llamó inicialmente “Museo de Pintura Abstracta”, luego tomó, allá por 1949, su nombre actual. Recorrimos durante un par de horas sus salas. Hay de todo: ocurrencias idiotas y arte verdadero. No podían faltar Andy Warhol, Picasso o Kandinsky, entre otros. A mi juicio, uno de los principales problemas de los actuales museos de arte contemporáneo es cuando por la noche el servicio de limpieza pasa la escoba y tiene dudas de si barre o no un cachivache ante la incertidumbre de si se trata de una pieza de la exposición o un trasto abandonado para el contenedor de la basura. ¿Genialidad o tomadura de pelo?
A punto de cerrar, salimos del museo. Sigue lloviendo. Atravesamos Central Park y llegamos al edificio “Dakota”, en su esquina noroeste. Este inmueble se hizo famoso cuando a sus puertas fue asesinado a tiros en 1980 John Lennon. Muy cerca está el mosaico en blanco y negro en su memoria con la palabra “Imagine”, ubicado en el centro del Jardín de La Paz. Dejamos unas monedas para los músicos callejeros que suelen tocar allí. No muy lejos está el café Europa. Decidimos entrar y pedir unos dulces en mesa. El lugar me recuerda al Gijón y al Comercial de Madrid. Hay bastantes clientes con pajarita. Gastamos bromas acerca de los “pajariteros” versus “palilleros en la comisura de los labios” del inmortal Paco Martínez Soria y sus pelis de los 60 a media tarde. Y en estas llegó la noche y la recogida con sus emociones.
Cuarto día. Jueves 05 de abril
Desayunamos todos juntos, excepto Paqui que tuvo que ir a “fichar” a su empresa, que está a diez minutos del hotel. La propina en este país es casi obligada si no quieres que el camarero te odie sin disimulo. Al subir a la habitación a recoger las cosas nos encontramos cerca del ascensor un anillo con un brillante en el suelo. Hacemos conjeturas sobre si lo habrán perdido o quizás lo arrojaron a la moqueta por despecho. No logramos saberlo. No todo tiene respuesta en la vida. A la puerta nos dejaron el Usa Today, uno de los periódicos más vendidos de EEUU. Mi deficiente inglés me dificulta la lectura. Soy más de El Faro Astorgano.
Al poco, en la calle, la naturaleza nos da una sorpresa ¡comienza a nevar! Dirigimos nuestros pasos, según el plan, hacia el Museum of Modern Art (MoMA). Está cerca. Pasamos toda la mañana entre obras de Van Gogh, Dalí, Picasso, Warhol, Hopper… El MoMA es uno de los museos más visitados del mundo. Merece la pena, además de ser una visita obligada “para presumir en Navidad con los cuñados”, le tengo oído a un amigo mordaz.
Cuando salimos del MoMA, a la hora de comer, tomamos el metro en la estación 50 Street, sentido Queens. Nos equivocamos. Pufff. Acostumbrados al metro de Madrid donde los trenes que transitan por las vías son siempre los mismos y tienen idénticas estaciones de destino, tuvimos que rectificar la dirección. El error nos costó media hora y cierta guasa.
De nuevo en la calle, fuimos, cómo no, al puente de Brookyn, tantas veces visto en el cine. Sucede que, a base de que te lo pongan en las pantallas, parece que lo conoces de siempre. Es uno de los símbolos distintivos de NY con casi dos kilómetros de largo. En su momento, cuando lo inauguraron a finales del siglo XIX era el puente colgante más grande del planeta. Nos lo tomamos con calma. Asistimos en vivo y en directo a un accidente de tráfico, sin mayores consecuencias, en uno de los carriles inferiores para vehículos. Hizo bastante frío. Había una gran presencia de judíos ultraortodoxos con sus bucles y sus trajes negros.
Suele pasar a menudo cuando viajas que, con interés, te conviertes de turista a testigo.
Caminamos apenas una milla y entramos en Chinatown, el mayor barrio de chinos fuera de Asia. Vuelve a nevar y bajan las temperaturas. Compro un gorro de lana en un bazar multiusos para aguantar el frío. Las chicas entraron en una tienda con un rótulo luminoso espectacular. Al rato salieron riendo con un bolso cada una. “Un chollo, después de regatear”, se justificaron innecesariamente. Es seguro que se trata de imitaciones. Pasamos enfrente de un pequeño templo budista y dejamos atrás Columbus Park y la plaza de Confucio. Casi sin darnos cuenta estamos en Little Italy, la pequeña Italia, un barrio llamado así por haber sido poblado en sus orígenes por gran cantidad de inmigrantes italianos. Limita con Tribeca y el Soho. Ahora, una buena parte de Little Italy ha sido absorbida por Chinatown. ¿Qué no consigue China y sus hijos en la diáspora?
El agotamiento aparece en nuestros cuerpos serranos…, pero humanos. Decidimos parar a respirar. Entramos en un pequeño café con decoración artística. Pedimos refrescos y nos sentamos en una mesa. Al lado, descansa una policía patrullera del New York Police Department (NYPD). La saludo con reserva y entablamos conversación. Ella, de cabello rubio y claramente anglosajona, habla sin embargo un poco de español con acento mejicano. Fue una charla agradable. Antes de despedirse y montar en su coche patrulla, aparcado a la puerta, me dio su tarjeta profesional y nos hicimos unas fotos para el recuerdo.

Entre pitos y flautas, es decir, sin darnos cuenta, el reloj marcaba las nueve. Eso en USA viene a ser como medianoche en España. Tomamos el metro, esta vez sin errores. Llegamos al Radisson media hora después. El vigilante de recepción nos saludó en español convencido de que éramos mexicanos. Tampoco está mal. Todo es bueno para el convento.
Quinto día. Viernes 06 de abril
NY es la capital de la “gratitud”; o sea, de la propina forzosa. Acabamos de desayunar en la cafetería del hotel. Si quieres empezar bien el día, sin “telares”, que se dice en tierras del Viejo Reino, has de soltar al menos dos euros de propina por comensal …, que se me antoja un verdadero impuesto revolucionario. Siempre he sido contrario a ese gesto “magnánimo” que, cuando es obligado, se convierte en una extorsión. Tengamos, no obstante, la fiesta en paz.
Los empeños para el día consisten en visitar el museo de ciencias naturales, el edificio de la ONU, con quienes contacté por e-mail hace semanas a través de la International Police Association-España y, ya por la noche, a Broadway a ver “El fantasma de la Ópera”, que ha logrado 14.000 representaciones, según los productores.
El recorrido por el museo resultó algo pesado; muchos niños metiendo bulla. De camino a la ONU paramos en el Lincon Center, un complejo de edificios que recibe millones de visitas y alberga la Ópera, la Filarmónica de NY y el Ballet.
Ya frente al complejo de edificios-mole de la ONU, el principal de 39 pisos, construidos en un costado del río Este entre 1949 y 1952, guardamos cola durante un buen rato. A la entrada, entablé conversación con un funcionario de la biblioteca Dag Hammarskjöld; tenía interés en entregar un libro mío, “Criminalidad y globalización”, publicado por el Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado de la UNED, para el fondo bibliotecario de la institución.
Cuando desde Madrid, Oviedo y León organizamos el viaje a Nueva York, uno de los momentos que con mayor expectación aguardaba era estar frente al mural de Vela Zanetti, “La lucha del hombre por la paz”, colocado de lado a lado (20 por 3,5 metros) en la pared principal del vestíbulo del edificio de Naciones Unidas, por encargo de la Fundación Guggenhein en 1953.
Siempre tuve querencia por Vela Zanetti al que conocí en el barrio de mi segunda infancia, Santa Marina, ahora llamado “El Romántico”, al lado de la catedral de León. Yo era un muchacho cepedano de diez o doce años recién emigrado con mi familia en la capital donde mis padres abrieron un bar, el bar Magaz, comidas y bebidas. Zanetti había regresado de República Dominicana donde estuvo refugiado. Le gustaba la taberna El Bodegón en la calle del Cid, muy cerca de la calle Ancha; en agradecimiento a sus dueños, los hermanos Sierra, les pintó, antes de lo de Nueva York, un mural al fondo del local, que finalmente se perdió cuando la Diputación Provincial leonesa expropió en 1973 la popular taberna para ampliar la sede del palacio.
Actualmente está abierta en León la Fundación Vela Zanetti, que dirigió el periodista y amigo Eduardo Aguirre. Entre otras obras del autor, se custodian los bocetos iniciales del mural de la ONU.
No quiero que se me olvide señalar, en estas líneas afectivas, que Vela Zanetti fue gran amigo del maestro y escritor Victoriano Crémer, que me honró con su aprecio. Crémer falleció a los 102 años de edad, aunque como era muy coqueto se quitaba uno y oficialmente en las reseñas figura “solamente” con 101. Fue extremadamente generoso en su columna del periódico con alguno de mis primeros libros sobre drogas.
Mención aparte merece, ya para regresar y concluir la visita a Naciones Unidas, la tourne que nos hizo el guía multilingüe por todo el edificio y especialmente en el faraónico Salón de la Asamblea General. Nos permitieron tomar fotos sin problema en su interior. De ellas, dos me encantaron especialmente. La primera, en el salón plenario con la bandera de León que sujetamos con cuidado Nacho y yo por los extremos. Esa instantánea salió publicada en la prensa con un pie de foto muy divertido: “León se acredita en la ONU”. La segunda, con un policía encargado de la seguridad, que me explicó los protocolos en la materia para la organización.
A media tarde regresamos, cansados, al hotel. Nos tomamos un buen rato de asueto, nos cambiamos de ropa para la ocasión y salimos en dirección a Broadway a ver “El fantasma de la ópera”, de Andrew Lloyd Webber. Es el musical que más tiempo ha estado en cartelera en la historia de la ciudad. Pagamos 71 dólares por entrada. Muy buena representación de un par de horas de duración. Aplausos prolongados al concluir. Nos llamó la atención que el actor principal se colocó en el hall del teatro a saludar y vender CDs de la obra. Esta costumbre es muy apreciada en NY donde lo cotidiano, a ojos foráneos, se vuelve extraordinario.
Sexto día. Sábado 07 de abril
Sigo sin poder conectarme adecuadamente a Internet en el hotel. Para este sábado teníamos previsto recorrer barrios bohemios, con identidad propia, como el Soho o Tribeca, entre otros. Desayunamos sin prisa. A esa hora el vestíbulo del Radisson es un auténtico panal de abejas viajeras que van y vienen. El mostrador de recepción no da abasto.
Caminamos paladeando el ambiente de las avenidas de la Gan Manzana. Pasos, miradas y descubrimientos. Muy cerca del hotel tenemos el Toro de Wall Street, una escultura de bronce que pesa más de tres toneladas. Nos hicimos fotos y reímos comparándolo (sin parangón, naturalmente) con el icónico “astado de lidia” de Osborne. Barremos para casa.
Ya en la calle 42, tomamos el barco que nos mostró el perímetro neoyorquino. Durante la espera, nos echamos para el cuerpo unos cafés horribles en Starbucks. Después de un par de horas de navegación tranquila, bajamos al metro, dirección Soho, el barrio de los artistas. Visitamos varias galerías durante un buen rato. Alguien del grupo, no sé exactamente quién, a lo mejor fui yo, tuvo la idea de entrar en una tienda de vaqueros Levi´s; compramos media docena de pantalones a mitad de precio que en Madrid. Verdaderamente sorprendente.
A una hora prudencial, acta para cenar sin agobios en NY, entramos en un pequeño restaurante francés de Greenwich Village, una zona residencial no muy lejos del río Hudson. Nos apetecía darnos un homenaje de buena cocina, sin despreciar los perritos calientes de los food trucks. Todo en su momento.
Comidos, bebidos… y algo rendidos, tomamos el metro hacia el hotel. Mañana, nueva gira.
Séptimo día. Domingo de Resurrección, 08 de abril
Esta fecha de hace ya unos años fue muy especial para mí, particularmente. Tal día, Domingo de Resurrección, salvé la vida de puro milagro ¡Ya lo dice la propia frase! Las paradojas del destino son en el fondo una suerte de extravagancias antojadizas. Lo cierto es que resulta una gran responsabilidad saber que al menos somos dos los tipos que a lo largo de dos mil y pico años podemos alardear de un prodigio semejante precisamente en esa fecha: ¡Domingo de Resurrección! Aunque lo mío es más tangible que lo de Jesucristo, y sin duda menos polémico. Salvé el pellejo gracias al casco, después de salir despedido de la moto por el aire como una flecha caminito del asfalto de la N-VI. Pero libré. Bicho malo…
Y dicho lo dicho del bicho, como parece que el día iba de liturgias, decidimos, ya lo teníamos pensado, meternos en una misa góspel en una iglesia-teatro, la Times Square Church, protestante, evangélica y afroamericana, en Harlem.
¡¿He dicho Harlem?! Sí, Harlem. La mala prensa que acompaña al mastodóntico distrito neoyorquino es tan injusta como la de Vallecas, en Madrid; salvo cuando te despluman a punta de navaja o de jeringuilla. Y no lo digo para que quede aquí como una nota estrafalaria. En fin…
Los yanquis tienen por costumbre oficiar las misas de postín en los teatros. Por lo menos las de góspel. El término original “Godspell” viene a ser, en traducción de aficionado, algo así como “llamada de Dios” y se sitúa en el siglo XVIII, en la iglesia afroamericana. Con estos mimbres no resulta extraño que la atmósfera de los salones sea tentadora para un viajero “husmeador”.

En el escenario, un centenar de fieles vestidos de blusón; con corbata ellos y sin ningún aditamento extra ellas. Ligeramente ladeados, pero sobre las tablas, pastores y músicos. Al comenzar, la gente entra directa en una especie de trance colectivo de canciones, aleluyas y movimientos de cadera irrefrenables. Un auténtico delirio de 1.500 almas negras, blancas, orientales y latinas. Turbantes no divisé ninguno. En el frontispicio, la pantalla electrónica para seguir, conforme al karaoke, las evoluciones melódicas. La fe no debe estar hostilizada por el progreso. En absoluto.
Al punto, los practicantes elevaron las palmas de las manos hacia el techo mientras cimbreaban el cuerpo a buen ritmo. Los presbíteros encadenaron una alabanza con otra y el público alcanzó el clímax sólo comparable a la ingesta testaruda de Ballantines garrafoneado. Muchos cerraban los ojos y se dejaban transportar por el trance anímico. Luego, el ministro principal alcanzó el micro y sermoneó al rebaño. El pastor negro tenía una voz admirable; tomó aire, dirigió su mirada a la azotea, colocó las manos con rictus implorante y disparó a repetición sentidas invocaciones, plegarias, rogativas, súplicas y demás jaculatorias al Todo Hacedor. La gente callaba sobrecogida. Un espontáneo gritó ¡aleluya! con sospechoso don de la oportunidad desde el extremo de la platea. El teatro entero bramaba dándole la réplica al voluntarioso feligrés.
La apoteosis musical alcanzó la cadencia cha-cha-cha con un compás de cuatro tiempos y estrofas litúrgicas. Al cabo, el oficiante predicó durante treinta minutos trajeado de Armani. De vez en cuando los siervos del Señor rompían en aplausos y gestos indiscutibles de aprobación. En ese lance, y haciendo buena la ley de Murphy sobre aprietos y la posibilidad de que encima empeoren, sonó mi teléfono que silencié de un manotazo. El embeleso general sólo daba oídos al enardecimiento. Varias familias subieron a la tarima con sus bebés; el pastor Carter Conlon, ungido senior de la comunidad, les impartió bendición.
Y en esas sobrevino la hora del aperitivo. Porque en la urbe et orbi de los rascacielos también se toman sus cositas en el tiempo del ángelus. La misa concluyó con himnos, salmos, contoneos, soflamas, ofrendas, votos y amonestaciones para ceñir la verdadera fe. Es evidente que el cielo tiene que ser a la fuerza un gran parque temático. Así las cosas, cavilé con los párpados sobreabiertos y barrí para la ortodoxia; no lo pude evitar: nuestro “soltero de oro” del Vaticano viene a decir lo mismo pero con la cadera quieta, el manual ex cátedra en la diestra y algo más de compostura. Ahí gana el sucesor de Pedro. Sin duda.
Simplemente añadiré que uno de mis amigos quiso convencerme in situ para que abrazara el ateísmo. Después de recapacitar unos segundos le negué tres veces con la cabeza. ¡¿Qué podía hacer?! Los apóstatas no tienen santoral, ni días de fiesta, ni misas rockeras, y a lo mejor tampoco los moscosos funcionariales.
El caso es que el acto me impresionó tanto, que de vuelta a España escribí una crónica en el suplemento dominical del periódico. Luego le di una vuelta al argumento y, con el título “Domingo negro de resurrección en Harlem”, lo incluí novelado en mi libro “Perro no come perro” (Ed. Eolas). Recurrí para ello al personaje ficcionado de Steven Brown, detective senior de primera clase del New York City Pólice Departament, de la comisaría de la calle Park Row. No descubriré el final de la historia, para no destriparla; solo diré que el sardónico Steven, cual teniente Colombo, arrimó el ascua a su sardina.
Y, como reconozco que con el tema de la misa Góspel del Domingo de Resurrección en Harlem me he venido un poco arriba, aligeraré la jornada festiva.
Después de varias estaciones de metro, arribamos en la Universidad de Columbia. Pasa por ser una de las universidades privadas más prestigiosas y selectivas del mundo, con 96 premios Nobel, fundada en 1754. Su lema es un poco rebuscado: “En tu luz veremos la luz”. En la UNED de Madrid bromeamos sobre lo de “ver la luz” en la alma mater de Isaac Asimov. Nos hacemos fotos en su escalinata hermosa pero desnivelada
No muy lejos se encuentra la Catedral de Sant John the Divine, diócesis de Nueva York, rama anglicana. Se dice que es el tercer templo cristiano más grande del mundo. Comenzó su construcción en 1892 y aún hoy, como en la Sagrada Familia de Barcelona, siguen los albañiles subidos a los andamios disimulados con lonas.
Al poco de abandonar la basílica comenzó a nevar. Nos refugiamos sobre la marcha en un restaurante de ambiente argentino: “La Pampa”; no podía llamarse de otro modo. Comimos bien. A los españoles nos cautiva el tono de voz rioplatense…, excepto si la factura viene sospechosamente inflada por ser “guiris” de manual.
Después de la sobremesa, Paqui llamó por teléfono a un amigo madrileño que trabaja en la Gran Manzana. Lamento de veras no tener apuntado en libreta su nombre, que tampoco recuerdo ahora. Quedamos con él en una esquina de Central Park. Después de pasear, llegamos a su casa, en la pequeña isla de Roosevelt, entre Manhattan y Queens. Desde su terraza, tomando café, casi se toca con la mano el puente de Queensboro, con diez carriles; cuatro superiores y seis abajo.
Y sin darnos cuenta, charlando, se nos echó la noche encima. Regresamos satisfechos al hotel.
Octavo y último día. Lunes 09 de abril
Desayunamos. Propina al camarero para llevarnos bien. El zumo de naranja sabe a todo… menos a lo que tiene que saber. Tampoco es cosa de poner pegas el último día. Se asume. Dejamos las maletas hechas. La idea es simple: darle un calentón a la tarjeta de crédito en los almacenes Macy´s, en Herald Squeare. Comprar en este enorme edificio de once pisos es un placer y un suplicio; pasas más tiempo en los pasillos buscando las cosas que probándolas. Nacho, un enamorado de las tarjetas telefónicas prepago, está decido a gastar todo el saldo de la suya llamando por teléfono antes de abandonar EEUU. Salimos de Macy´s con un montón de bolsas. Aún así, fuimos austeros. “Nada en exceso”, dijo el sabio.
Quedan unas pocas horas para tomar el avión en el aeropuerto internacional de Newark, a 24 kilómetros de NY. Tiene fama de ser de uno de los grandes con 30 millones de pasajeros por año.
Comemos en un Burger y regresamos caminando al Radisson a por las maletas. En recepción nos asignaron un coche para el aeropuerto. Volamos en tres horas. El tráfico de la autopista va lento. La mitad del tiempo lo empleamos en franquear las medidas extremas de seguridad en las áreas de acceso, el escaneo de equipajes, el monitoreo, la documentación…. Finalmente, a media tarde embarcamos camino a casa. En diez horas, en Barajas.
Hecho está. Nueva York, una ciudad…, mil mundos.
Epílogo
Castrillos de Cepeda, pequeño pueblo de la provincia de León, a 15 kilómetros de Astorga, dirección norte, es actualmente una aldea de apenas 80 vecinos si la comparamos con otras localidades rurales de mayor población. Allí nací y en su tierra fértil pasé mi primera infancia. Luego, descubrí que había mundos increíbles más allá. Sirva este texto de viajes como homenaje personal a los orígenes y legado irrenunciables.