Desde siempre, pero especialmente desde 1990, con Felipe González en el poder, seguido de Aznar, luego Zapatero y finalmente Rajoy, España fue un destino elegido por la inmigración latina y africana. Un país visto como una tierra de oportunidades, donde se llegaba con la esperanza de un futuro laboral primero y familiar después.
Venían a trabajar, con la ilusión de enviar dinero a sus familias; con la ambición de progresar, con la fe en un sueño que, en realidad, les había sido contado con exageraciones propias de quienes idealizaban una meta difícil, alcanzable solo a costa de un precio altísimo: la simple supervivencia.
Pero, al menos, España era un país de estabilidad democrática, bienestar, seguridad y oportunidades reservadas a quienes estaban dispuestos a trabajar con honradez y esfuerzo.
Había oportunidades para quienes de verdad querían salir adelante, y así, cientos de miles de familias lograron construir una vida digna y sostener a los suyos en sus países de origen, ya fuera, enviando remesas o trayéndolos mediante la reagrupación familiar.
Sin embargo, son esos mismos inmigrantes, los que hoy ven con escepticismo –aunque en voz baja– la llegada de la inmigración ilegal. Comprenden mejor que nadie la miseria de la que huyen quienes llegan ahora, pero también saben que ya no vienen con la misma intención de antaño. Ahora llegan con la única expectativa de cobrar ayudas sin mover un dedo, con la ventaja de poder okupar viviendas bajo la protección del gobierno, sin pagar un euro y, en muchos casos, obligando a los propietarios a pagar para recuperar lo que es suyo (.!.) siempre con el respaldo de una policía y una justicia cómplice de la dejadez estatal.
Todo cambió en 2018 con la llegada de Pedro Sánchez, quien, en su primer gesto de propaganda, abrió el puerto de Valencia al "Aquarius", un barco con 629 inmigrantes a los que Italia había negado el desembarco. Sánchez, recién llegado al poder, en una maniobra de falso humanitarismo, bien calculada y planificada –como más tarde hemos averiguado y confirmado–, autorizó su acogida y fue incluso a recibirlos. Sabía perfectamente que ese gesto sería un efecto llamada para la inmigración ilegal, un peón en su juego con el rey alauita y, por supuesto, una cantera de futuros votantes pagada con dinero público, a costa de disparar el déficit del Estado.
Desde entonces, Sánchez, junto a un gobierno de inútiles, iluminados sin sentido común y aliados separatistas enemigos de la Constitución, emprendió una travesía bajo la bandera del progreso y la honradez, que ha terminado por convertirse en el gobierno más retrógrado y corrupto desde 1939.
Sus políticas sociales, salvo el aumento del salario mínimo –algo que todos aplaudimos–, han sido un absoluto desastre. Un rosario de fracasos cimentado en la mentira, el fango y la manipulación, con un ejército de voceras repitiendo bulos sin descanso.
La inmigración ya no viene a trabajar. Viene a vivir de subsidios y beneficios sociales hasta ser regularizada. El único objetivo es hinchar el censo de votantes agradecidos, sin importar el precio: más inseguridad, más delitos, más miedo en las familias trabajadoras que tienen que convivir con esta realidad.
Mientras tanto, Marlaska, defensor de lo peor y perseguidor de quienes en las fuerzas de seguridad no se pliegan a su agenda ideológica, admite que las agresiones sexuales han aumentado un 15%, los robos con violencia un 30% y la criminalidad en España en casi un 4%.
Dicho esto, la realidad es innegable: la inmigración ilegal que Sánchez recibe con los brazos abiertos –ya sea en pateras, por tierra o por aire– no viene a trabajar, sino a instalarse en un sistema de subvenciones que garantice su permanencia hasta convertirse en votantes agradecidos. Su único fin es sumar dos millones de nuevos electores lo antes posible, saqueando los recursos de quienes de verdad sostienen el país.