Además del maestro citado (J u O Monteferrante), en el mismo turno matinal cumplían su tarea docente dos destacadas figuras de la cultura nacional, ambos más tarde convertidos en directores en orden sucesivo, del colegio Almirante Brown.
Pero sus actividades no se limitaban solo al ejercicio de la docencia en una escuela primaria; en sus ámbitos personales, también eran reconocidos cultores de la literatura y la poesía.
En mi vida, ya concluido el ciclo escolar, cumplieron un papel destacado.
En primer lugar Jorge Masciangioli, escritor, autor teatral, músico y guionista cinematográfico, que escribió varios buenos libros entre los que se destacan “El último piso”, “El profesor de inglés” y la obra teatral “Señor Leonardo” .
No tuve la fortuna que me fuera asignado como maestro de curso durante la etapa primaria de estudios, como aconteció con Monteferrante, pero más tarde, precisamente desde 1962, cuando comenzaba la vida universitaria y persistía mi interés en la escritura, con su auxilio, encontré mi camino en el ámbito de la poesía.
En esa época, ya se había convertido en director del colegio.
Cuando le manifesté las razones de mis visitas se mostró halagado y dispuesto a aportarme sus consejos
Fue mi primer faro intelectual.
Leía con interés los tempranos frutos de mi vocación lírica y trasmitía sus observaciones y hasta posibles soluciones literarias cuando aparecían escollos en un texto.
A lo largo de casi dos años, fue en este nuevo campo intelectual, el maestro que no tuve en mi etapa infantil.
Más tarde los crecientes compromisos que me imponían la carrera universitaria y la vida familiar fueron tornado menos frecuentes mis visitas al querido Colegio.
Promediando la década de los años 70, por medio de algún amigo común me enteré que debió exiliarse por razones políticas en España,
El destino quiso que cuando retornó la democracia a nuestro país, lo reencontrara casualmente en una exposición artística realizada en la Manzana de las Luces de Buenos Aires.
Fue un hermoso reencuentro para ambos.
Desde entonces compartimos eventos culturales y artísticos en la inquieta ciudad porteña.
Entrado el nuevo siglo supe que una penosa enfermedad lo aquejaba y en el año 2003 tomé conocimiento, con dolor, de su fallecimiento.
Repasando la historia de nuestra amistad, interrumpida a veces por avatares diversos, comprendí que ser maestro es una cualidad visceral que nunca se pierde en el desván del olvido!
El otro de los grandes maestros al que me referí en líneas anteriores, y componía el plantel de docentes ejemplares del colegio Almirante Brown, se llamaba Héctor Miguel Angeli.
Como en el caso anterior no tuve la fortuna que se convirtiera en mi maestro en ninguno de los grados que ccursé, aunque si lo fuera de mi hermano menor Norberto, que aprendió a través de su magisterio literario a amar la cultura de los griegos.
La amistad con Angeli nació de manera muy diferente a la descripta en líneas anteriores..
Si a Jorge Masciangioli me acerqué buscando orientación a las inclinaciones literarias que se manifestaban en mi espíritu, a Héctor me aproximó una curiosa situación fáctica producida alrededor del año 1976.
En efecto, en un mediodía de sábado de aquel verano, nos cruzamos casualmente en una calesita boquense ubicada en la Plaza Matheu, apenas a 200 metros del límite oeste del mismo.
Dicha plaza tenía la particularidad de reunir en distintas alas de la manzana, la pintoresca casa del autor de la música del famoso tango “Caminito”, Juan de Dios Filiberto, cuyo frente estaba decorado por mayólicas de su gran amigo Quinquela Martin, y el atelier del pintor José Luis Menghi uno de los grandes maestros que produjo la Escuela de arte de La Boca.
Angeli se encontraba acompañado por su pequeña nieta, en tanto yo lo estaba con mi mujer Iliana y mi única hija de entonces, llamada Paula.
Con anterioridad a ese encuentro imprevisto, solo nos habíamos cruzado incidentalmente en algunas galerías boquense en ocasión de inauguraciones artísticas, pero aquella mañana de sábado, nació una amistad que se consolidó con el tiempo y se extendió a lo largo de 42 años (el poeta falleció en el año 2018).
Angeli en ese momento, ya era un poeta reconocido especialmente en los ámbitos vinculados a dicho género.
En su estilo se combinaban con distinta intensidad introspección y rupturas formales.
En su juventud, una beca local lo había trasladado a Italia para perfeccionar el conocimiento del idioma de aquel pais.
Residió en Roma, donde tuvo La oportunidad de entrevistar al gran poeta Giuseppe Ungaretti y a su regreso se convirtió en un confiable traductor de ese idioma
Retomó su labor docente como maestro de grado y más tarde como director del establecimiento, cultivando además regularmente su gran pasión, la poesía, genero sobre el que alcanzó a publicar más de 10 títulos.
Se incorporó más tarde como colaborador al suplemento literario dominical del tradicional matutino La Nación de Buenos Aires, donde aparecieron poesías y traducciones de los grandes poetas italianos contemporáneos de su autoría.
La misma actividad desarrolló en la muy acreditada revista de arte fundada en el año 1942 por Francesco de Ecli Negrini con el nombre de Lyra.
En el año 2011 como reconocimiento a sus méritos en el género, le fue otorgado el Primer premio Municipal de Poesía.
En lo estrictamente personal, cabe decir que nació y vivió siempre en el barrio marinero.
En el año 1969 escribió en la mencionada revista Lyra un notable artículo que título “El que pinta su cuarto”, en el que con estilo magistral hace un fino análisis del arte de los maestros Fortunato Lacamera y José Luis Menghi, dos de los diez mayores representantes de la Escuela de arte boquense, a los que opone en su calidad de clásico y romántico respectivamente
Siempre consideré a ese texto uno de los mayores e inspiradores aportes que encontré estudiando a esos artistas boquenses
Desde aquel lejano 1976, mantuvimos una hermosa amistad en la que siempre ejerció su magisterio.
Cuando decidí publicar en el año 1996 mi libro de poemas “Tierra enemiga”, además de compartir con el eminente critico Rafael Squirru, fundador del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires la presentación del mismo en el estrado del CARI, le dedicó muchas horas previas de su valioso tiempo, a leer el texto original que le acerque, y al mismo tiempo, escribió un prólogo hermoso que leyó en la oportunidad.
Presencia infaltable de las reuniones con las que durante 20 años celebré mis cumpleaños, Héctor compartió con alegría la mesa con grandes artistas plásticos de la época, como Guillermo Roux, Eduardo Mac Entyre y Pérez Celis y el cineasta Juan B. Stagnaro, ya mencionado, entre otros amigos,
Lamentablemente, esos fraternales encuentros fueron interrumpidos en el año 2009, cuando se produjo el fallecimiento una de las participantes más queridas por mí, cuál era la profesora de inglés María del Carmen Apicella, esposa del maestro geométrico Eduardo Mac Entyre, quien durante algunos años de mi juventud había intentado infructuosamente (por mi exclusiva responsabilidad…!), que entrara en mi cerebro el abc del idioma gringo.
Desde entonces los encuentros posteriores con Héctor pasaron a tener como epicentro invariablemente las mesas de un histórico café boquense, el Roma.
Así aconteció hasta el final de sus días, en el año 2018.
De este modo concluye la narración sintética de los hechos de mi vida escolar primaria, que comenzaron en las veredas vecinas al colegio Almirante Brown de la calle Aristóbulo del Valle al 400, resistiéndome a ingresar a sus claustros en el mes de marzo del año 1949 y culminaron en el año 1956, después de haber cursado el quinto grado con el excepcional docente Jorge (¿u Oscar?) Monteferrante saliendo de sus aulas pletórico de alegría y con la esperanza de alcanzar un futuro venturoso.
En el turno mañana del colegio Almirante Brown durante los años finales del ciclo primario y más tarde, gracias a la aproximación afortunada a esos dos magníficos maestros de aula que para mí también lo fueron de vida, alcancé hasta donde lo permitieron las energías espirituales que disponía, cumplir con mi destino.
¡Trípode virtuoso que nunca olvidaré!
Todo ello teniendo como telón de fondo a ese singular “paese” de inmigrantes, que a lo largo de su peculiar existencia, fundada en el trabajo y la hermandad, permitió a sus hijos tallar el camino de una identidad inconfundible.