En el libro sexto de La república de Platón su maestro Sócrates describe la condición del estado ateniense de su época como el de una nave cuyo capitán no es sólo medio sordo y medio ciego, sino que desconoce por igual el arte de la navegación y cuya tripulación, más ignorante todavía que él, se pelea continuamente por el derecho de gobernar la embarcación. Nadie le presta la menor atención al piloto de a bordo. En vez de ponerle al timón, se ríen de él por dedicarse a catalogar el orden de las mareas, de las estrellas y de los vientos. La ciencia les trae sin cuidado, pues lo único que les interesa es seguir con el juego sucio del poder. El piloto, por supuesto, era el filósofo, al que los autores de comedias representaban escudriñando inútilmente los misterios del universo desde una cesta de mimbre colgada en las nubes. De este texto surgió la imagen de la nave de los necios o de los locos, la cual a finales de la Edad Media se convirtió en toda una alegoría paródica de la sociedad, y en especial de la Iglesia, la cual se promovía como el Arca de la Salvación, cuando era la barca de la perdición.
Ahora traslademos esa imagen a un estado contemporáneo prepotente que al igual que la Atenas de Pericles se presenta como el campeón de las libertades democráticas, sobre cuyos valores ideológicos priman, al igual que entonces, los intereses hegemónicos de su imperio. En las recientes elecciones presidenciales de ese país, el pueblo, siguiendo la premisa constitucional del interés propio, eligió abrumadoramente como capitán a un hombre sin escrúpulos, sin idea de gobernación y sin respeto alguno por la verdad o la justicia. Diríase que lo único que le apasiona, aparte el éxito mundano y su rostro en el espejo, es ocupar el sillón de mando. Pero como los que entienden de navegación no sólo le harían sombra, sino que le humillarían exponiendo su ignorancia a cada dos por tres, nombra a sus oficiales de acuerdo con sus criterios narcisistas, que son la absoluta lealtad, el ser correligionarios autócratas y reos de la misma infamia. Al igual que su líder, casi todos ellos tienen expedientes judiciales. De ahí acaso que ambicionen todavía más el poder, pues de ese modo pueden disfrutar de su inmunidad y amnistía. O sea que ellos se lo guisan y ellos se lo comen.
Este espectáculo grotesco indica que la nave en cuestión no es la de un estado de derecho respetuoso con la ley internacional sino un barco pirata, con cien cañones por banda, viento en popa y a toda vela. Pero tampoco es tan de extrañar, no ya por el historial delictivo de su tripulación actual, sino porque esa confederación lleva un par de siglos violando sus propios ideales mediante el sabotaje político, la explotación económica y la invasión militar de numerosos países dentro de la órbita de su geopolítica imperial. Aunque el espectáculo sea de lo más lamentable, la verdad es que estos abusos no se deben sólo a un puñado de políticos y predicadores evangelistas descerebrados, sino que obedece a un impulso colectivo cuyo materialismo exacerbado les ha desligado totalmente de la realidad. Como resultado, viven en un mundo virtual en el que todo es cifra de sus especulaciones crematísticas. Una de las pruebas es que tanto el presidente electo como varios de los nombramientos de su gabinete han sido personalidades televisivas y/o promotores de teorías conspiranoicas.
Aunque semejante constelación sociopatológica represente una clara amenaza para la salud, la paz y seguridad mundiales, a los humoristas les viene de perlas pues los tripulantes se dedican a hacer continuamente el ridículo. Mi optimismo reside en que en su afán de grandeza neocolonialista esa banda de ilusos aspira ante todo a la conquista del espacio, por lo que es de esperar que no se ensañen demasiado con la Tierra. Y esta vez sí cuentan con un piloto a bordo especialista en navegación interplanetaria. Todavía tienen que perfeccionar la técnica, pero un día de estos la nave despegará de Cabo Cañaveral con su cargamento de necios rumbo a Marte.