El Observador

Napoleón

El estreno de la película de Ridley Scott sobre Napoleón ha constituido, sin duda, el acontecimiento cinematográfico de la temporada. No es mi intención hacer una crítica sobre la cinta, pero sí me gustaría apuntar que a mí me ha parecido un espectáculo de primer orden. 

Los puristas aducen errores históricos que incluyen hasta el corte de pelo de la magnífica Josefina que recrea Vanessa Kirby. Faltan batallas y el guión se dispersa en los acontecimientos de la revolución, dicen otros. En fin, lo habitual cuando nos enfrentamos a una obra de esta magnitud. Pero en lo que todo el mundo parece coincidir es en que el espectáculo merece la pena así como en que el rostro del emperador será ya para siempre el de Joaquin Phoenix.

La película vuelve a poner de moda a un personaje primordial en la historia de la humanidad. Son infinitas las biografías que sobre él se han escrito y una buena parte de los grandes autores modernos han caído en la tentación de escribir sobre Napoleón. Citaré solamente tres que tuve la ocasión de leer de joven procedentes de la biblioteca familiar. La de André Maurois que, junto a una buena cantidad de ilustraciones, hace un retrato político más que interesante de esta faceta del personaje. La segunda, excesivamente académica, del catedrático alemán Martín Göhring. Y la tercera, mi preferida hasta ahora, la impresionante obra que Emil Ludwig escribió a principios del siglo pasado y de la que se han publicado multitud de ediciones. El retrato que realiza del emperador es fantástico, ambientando las escenas de manera que te traslada a cada situación como si de una película se tratara.

Pero ha sido hace pocos meses cuando realmente he tenido la oportunidad de conocer a fondo a ese Napoleón, grande por derecho propio. Ha sido a raíz de leer la obra publicada por Almuzara de Ernest Bendriss, historiador francés afincado en Madrid, quien con tanta sencillez como profundidad nos descubre al personaje más íntimo, capaz de hacer un alto en el camino a la batalla para visitar al ama que le había cuidado de pequeño o de perdonar a sus más enconados enemigos; al Napoleón lector compulsivo que se hacía acompañar en sus expediciones por un bibliotecario que cuidaba de los numerosos volúmenes que siempre iban con él; al hombre que se bañaba a diario y se perfumaba porque no soportaba el mal olor; al gourmet que, a pesar de su frugalidad, gustaba de probar la comida típica de los sitios por donde pasaba; al amante que, a pesar de sus devaneos, siguió enamorado de su primera mujer, Josefina, hasta el fin de sus días; al corso respetuoso con todas las religiones que intentó la convivencia pacífica entre ellas, llegando incluso a ‘convertirse’ al Islam; al militar que nunca entendió a los españoles; al legislador que cambió el mundo. En definitiva, a ese hombre grande e irrepetible, a Napoleón Bonaparte.