Madrid-París

Mira tu nombre tatuado en la caricia de mi piel

Valgan como título estos dos versos de la canción Tatuaje, compuesta por Rafael de León y Xandro Valerio, y musitada por el maestro Quiroga, y que llevó con gran éxito en la maleta Concha Piquer, aunque, claro está, para el caso que nos ocupa podía haber escogido para el título de la columna cuatro versos de la canción del mismo título y ritmo de bachata de Elvis Crespo, tales como estos: Hazte un tatuaje/ Debajo del ombligo/ Con una flechita/ Que diga que eso es mío… 

El tatuaje, a día de hoy, es un elemento con el que se reivindica una forma de ser y un culto al cuerpo como elemento de la construcción de un yo desde el propio ser, que es el amo y el señor de su vida. El cuerpo ya no representa un templo donado por Dios y que debe mantenerse pulcro para alojar un alma que se procura tenerla libre de pecado para luego su unión con Dios.  Hasta la Iglesia cuenta con sacerdotes tatuados; sin embargo, otros dentro de la Iglesia mantienen la postura contraria, basándose en lo que viene a decir el Levítico en el capítulo 19, versículo 28, donde se habla de no hacerse marcas en el cuerpo como una prohibición porque supone un desacato al ser supremo, Señor de todas las cosas.  

La persona en nuestra sociedad se comporta de forma dual: por una parte, se muestra uniformada en cuanto a los estilos de vida y, por otro lado, busca la individualidad en la vida cotidiana. Cada individuo de la unidad familiar tiene su móvil y su personal computer con una clave que garantiza la exclusividad como si se tratara de material genético que solo perteneciera a él.

Los tatuajes suponen una forma de exhibir un perfil más diferenciado de la persona tatuada, máxime en una sociedad donde las grandes marcas franquiciadas han globalizado y unificado la forma de vestir y la forma de comer dentro de cualquier estilo de vida. Entonces, ¿qué queda para el individuo aparte del móvil cifrado o claveteado? La externalización del individuo a través del cuerpo que dé información al otro, y mediante los tatuajes se informa sobre la personalidad de cada uno, sobre todo entre la comunidad de tatuados.    

El tatuaje a través del tiempo, en la mayoría de las épocas, ha sido símbolo de gente estigmatizada o signo de identificación con un estatus; ahora se busca modelos que refrenden el tatuaje como una expresión gráfica totalmente normalizada y popularizada; estos patrones vienen de los ídolos que mueven masas y mucho dinero dentro del deporte, de la música, de las redes sociales y de la moda. Los más exquisitos

buscan ejemplos para realizar un relato justificativo de exclusividad y de buen gusto; para ello rebuscan gente de la alta sociedad que se haya tatuado para refrendar la moda de los tatuajes, y así argumentan, por ejemplo, que el rey Eduardo VII y su hijo, el príncipe Jorge, llevaban tatuajes; el primero se tatuó la cruz de Jerusalén como símbolo de fe cristiana, costumbre muy arraigada en los peregrinos a Tierra Santa y los cruzados.   Su hijo, que más tarde sería el rey Jorge V, llevaba en un brazo un tigre blanco y en otro un dragón azul y rojo. Tatuajes que se hizo en un viaje a Japón como símbolo de la unión entre el Este y el Oeste, pues la mayoría de las veces Oriente se representa con un dragón y Occidente con un tigre. Y curiosamente, este tipo de arte japonés inspiró posteriormente a alguno de los tatuadores más famosos que surgieron en la época victoriana. El zar Nicolás II llevaba tatuado por exotismo un dragón en el brazo derecho y la emperatriz Isabel de Baviera lucía un ancla en su omóplato izquierdo. Dicen que por su amor al mar.  

Pero hay muchos más ejemplos de personalidades tatuadas en el mundo de la realeza, la política y los negocios que han lucido tatuajes a lo largo de la historia.  Thomas Alva Edison, el inventor de la bombilla eléctrica, lucía cinco puntos en su brazo izquierdo, el mismo tipo de tatuaje que muchos expresidiarios exhiben en la mano y que en su jerga significa fuera policía. Sir Winston Churchill, aristócrata y primer ministro de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, también lucía un ancla en el brazo. La tradición le venía de familia; su madre, Lady Randolph Churchill, exhibía el dibujo de una serpiente en la muñeca. 

La costumbre de lucir tatuajes, muy extendida entre la Marina británica, dejó su huella en el propio padre del rey emérito Juan Carlos I, don Juan de Borbón, quien hizo prácticas como oficial británico en el destructor Winchester. Durante sus veraneos en Palma de Mallorca, don Juan disfrutaba luciendo sus brazos bronceados por la brisa marina, cubiertos ambos con gigantescos tatuajes de serpientes de mar y motivos marinos. Hasta hay premios Nobel tatuados.  Un ejemplo notable es el biólogo Ardem Patapoutian, quien recibió el Premio Nobel de Medicina en 2021. Después de ganar, se hizo un gran tatuaje en el brazo que representa el esquema de la molécula por la que recibió el premio, las proteínas Piezo, que son cruciales para el sentido del tacto y otros procesos vitales.  Además, la princesa Sofía de Suecia, aunque no es ganadora del Nobel, ha mostrado un tatuaje en la entrega de los Premios Nobel, lo que demuestra que los tatuajes son compatibles con personajes de perfil alto. Y en consecuencia, supone el reflejo de un cambio de valores que, nos gusten o no, nos viene en el lote de un tiempo, el nuestro.