“Los médicos tienen los mejores apuntes para la literatura: el amor, la enfermedad, la muerte..”. El autor de esta frase era un médico famoso, el doctor Carlos Blanco Soler, que cuando le entrevisté para la Revista médica asturiana, “Yatros”, tenía una de las mejores, si no la mejor, de las consultas privadas en Madrid. Entonces (debió ser a finales de los cincuenta, o a principios de los sesenta del pasado siglo) la medicina pública estaba en sus comienzos, y el Seguro Obligatorio de Enfermedad cubría sólo a una parte de la población. El doctor Blanco coSoler tenía un curriculum envidiable, dominaba varias especialidades, con la endocrinología a la cabeza. Profundizó en el estudio de la diabetes, y se comentaba que facilitaba gratuitamente la insulina a sus pacientes más necesitados. Las figuras de la Medicina solían repartir su actividad en los hospitales por la mañana, y atendían a la clientela privada por la tarde. Recuerdo perfectamente al doctor, menudo y calvo, con una mirada penetrante. Académico de número de la Real de Medicina, era además un brillante escritor, y presidió la Asociación de Médicos Escritores. Siempre he pensado que los médicos tenían que ser escritores a la fuerza. Escritores de sus informes, de sus diagnósticos. Pero, además, muchos de ellos eran expertos en distintos campos de la Literatura. El mayor ejemplo en este sentido fue Gregorio Marañón, con estudios memorables de investigación histórica, pluriacadémico, y amigo de las grandes figuras literarias de su tiempo, al que tuve el honor de entrevistar poco antes de su muerte. Blanco Soler era hijo de un brillante magistrado, que llegó a presidir el Consejo de Estado. Don Carlos destacó en la entrega a sus pacientes, y supo crear Escuela. Entre sus discípulos figuraba su hijo, Carlos Blanco-Soler y Ros, al que también entrevisté, no sólo en su calidad de médico, sino por ser también un experto en vinos. Yo entonces dirigía la Revista “VID”, del Sindicato de la Vid, Cervezas y Bebidas, cargo que desempeñé con entusiasmo, tratando de ocultar mi condición de abstemio. Siempre he tenido una cierta facilidad en memorizar frases que he escuchado a personas ilustres. Del doctor Carlos- Soler Y Ros recuerdo que me dijo: “No es lo
mismo beber vino que emborracharse, como no es lo mismo beber agua que ahogarse”. En el curso de nuestra conversación me contó su fracaso con el diplomático, escritor, autor teatral, director cinematográfico y aristócrata Edgar Neville. En su juventud, Edgar tenía una figura elegante y delgada, pero con el paso de los años, por ser un gran comilón y quizá también por un desajuste endocrinológico, engordó ostensiblemente. Se cuenta que consiguió un permiso para hacerse con un coche, algo difícil en aquellos tiempos, pero el coche era un Renault que rivalizaba con el famoso Seat 600, y que no era precisamente cómodo para gordos. Neville escribió al que le había facilitado el coche, pidiéndole que se lo cambiara por uno más grande, porque éste le quedaba “estrecho de sisa”. El doctor Blanco Soler y Ros trataba eficazmente a sus pacientes que querían adelgazar, y disponía de un cocinero que preparaba las comidas con las cantidades precisas y la regulación de la sal y otros productos. Y me contó que Edgar Neville almorzaba lo que el cocinero le facilitaba... pero al salir iba a un restaurante y se forraba de marisco.
Otros discípulos de don Carlos Blanco- Soler fueron el doctor Pallardo y el doctor Mayoral. Con este último tuve una anécdota inolvidable, porque se produjo el día de mi boda. El doctor Mayoral vivía en la calle de San Joaquín, que fue el último domicilio de soltera de mi mujer. Nos casamos en la Iglesia del Perpetuo Socorro, y en un teatro diocesano en la misma Iglesia celebramos un cóctel que nos sirvió Perico Chicote. Transcurrido un tiempo prudencial nos despedimos de familiares e invitados, y nos trasladamos en un taxi a la calle de San Joaquín para cambiarnos de ropa, y dirigirnos a lo que iba a ser nuestra nueva vivienda. Pero al llegar casi nos da un soponcio, porque yo creía que mi mujer tenía las llaves del piso de San Joaquín y ella creía que las llevaba yo. Como entonces los teléfonos móviles no existían tuve que telefonear desde un bar a la parroquia, lograr que se encontrara a un familiar para que me trajera las dichosas llaves, y mientras tanto nos sentamos en los escalones, ella con un precioso traje de novia, y yo con un chaqué que me sentaba un tiro. Así nos encontramos con el doctor Mayoral, que se dirigía a su piso y que se llevó el susto consiguiente. Nos ofreció amablemente que entráramos en su piso, lo que agradecimientos, pero esperábamos que las dichosas llaves llegaran enseguida, lo que así ocurrió. Era el 29 de diciembre de 1961. Hace dos años y medio que el amor de mi vida se fue al Cielo. Espero impaciente reunirme con ella, y dejar que los médicos escritores alternen su actividad profesional con la literaria.