Piedradura

María Corina Machado, la rebelde que le torció el brazo a la historia

He visto de cerca los delirios del poder. He sentido su aliento espeso sobre las nucas de pueblos enteros. Lo he visto vestirse de patria, disfrazarse de justicia, manipular la historia como un prestidigitador torpe. Y en medio de ese teatro oscuro, he visto aparecer, pocas veces, figuras que lo enfrentan sin máscaras ni medias tintas. Una de esas figuras, acaso la más tenaz de nuestro tiempo latinoamericano, se llama María Corina Machado.

No hablo desde la distancia fría de la crónica. Hablo desde la estupefacción que provoca ver cómo una sola mujer —con voz serena pero férrea, con una tozudez que raya en lo suicida— logra mantener viva la llama de un país que lleva años a oscuras. La noticia de que ha ganado el Premio Nobel de la Paz no me sorprendió. Me perturbó. Porque, en tiempos de diplomacias cobardes y pactos funcionales, premiar a María Corina es como lanzar una piedra en un salón de espejos: rompe todo.

Durante años, su nombre fue, para muchos, un ruido de fondo. Para otros, una esperanza. Para los más, una molestia. Pero ahí estaba. Persistente. Incómoda. El régimen la inhabilitó, la hostigó, la intentó borrar de la vida pública como se borran los grafitis rebeldes en una pared institucional. Pero no pudieron. No supieron qué hacer con una mujer que no pedía permiso ni perdón.

Algunos dirán que este Nobel premia a la oposición venezolana. No es cierto. La oposición, si es que tal cosa existe aún como un cuerpo coherente, ha sido todo menos ejemplar. Se ha fracturado, vendido, rendido, en nombre de acuerdos que no llegaron a ninguna parte. Este premio es para ella. Para María Corina. Para su cuerpo flaco de tanto andar, para sus palabras que no conocen la tibieza, para su terquedad que se volvió contagiosa.

En Venezuela aprendimos, a golpes, que no todo lo que se opone al poder es necesariamente bueno. La resistencia puede pudrirse, y la oposición también puede volverse cómplice. Ella no. Ella se negó a compartir mesa con los carniceros. Mientras otros hablaban de elecciones con presos políticos aún sin juicio, ella exigía libertad. Mientras algunos brindaban por acuerdos “posibles”, ella hablaba de justicia, como si eso no fuera una palabra muerta. Su radicalidad no fue ideológica, fue moral.

Y claro, la odiaron. La insultaron. La llamaron “señora de la alta sociedad”, “marioneta del imperialismo”, “enemiga del pueblo”. Tanta rabia solo podía nacer de un hecho insoportable: que una mujer sin partido, sin ejército, sin presupuesto, sin poder real, siguiera haciendo más ruido que todos los ministerios juntos. Su fuerza, paradójicamente, era su orfandad. Nadie la respaldaba, y sin embargo todos la escuchaban.

He hablado con exiliados venezolanos en República Dominicana, en Paraguay, en Panamá. Todos saben quién es. No porque repitan su discurso, sino porque en su figura reconocen lo que han perdido: dignidad. Porque María Corina, a su manera, ha sido la dignidad que no se vendió. Que no se resignó. Que no se calló. Eso la vuelve símbolo. Y en este continente harto de bufones y caudillos, los símbolos valen más que los presidentes.

El Nobel no llega tarde. Llega en el momento justo. Cuando parecía que el mundo se había acostumbrado al horror venezolano, que las cancillerías ya no sabían cómo escribir otro comunicado vacío, este premio sacude el letargo. No soluciona nada, claro. Pero incomoda. Y eso, a estas alturas, ya es mucho. Porque la incomodidad es el primer síntoma del despertar.

La política, en América Latina, ha perdido la épica. Se volvió trámite, chantaje, cálculo. En ese páramo, María Corina irrumpe como una anomalía: alguien que cree en la política como acto de fe, como afirmación de principios, no como mercado de favores. Y eso, créanme, no es poco.

Claro que ha cometido errores. ¿Quién no? Pero sus errores han sido de exceso, no de cobardía. De convicción, no de conveniencia. Le han reprochado su tono, su rigidez, su intransigencia. Yo se lo agradezco. Porque ya hay demasiados que se adaptan, que negocian, que justifican. Ella no. Ella empuja.

Aún no ha ganado la presidencia. Tal vez no la gane nunca. Quizá el poder, ese animal traicionero, termine por devorar también su causa. Pero lo cierto es que, con este premio, ha ganado algo más difícil de conseguir: ha torcido el brazo a la historia. Ha obligado al mundo a mirar de nuevo a Venezuela no como un caso perdido, sino como un país donde aún hay quien resiste.

No sé qué pasará con ella mañana. No sé si sobrevivirá políticamente a los embates que vendrán. Pero ya ha hecho lo que muchos no se atrevieron: ha dicho la verdad. Y en tiempos de mentira organizada, decir la verdad es un acto revolucionario.

Por eso, más allá de los titulares y los discursos de ocasión, este Nobel es un manifiesto. Un llamado a los que aún creen que las ideas pueden más que las balas. Y en ese llamado, María Corina no es solo la rebelde que desafió al régimen. Es la mujer que, con su sola existencia, nos recuerda que aún hay futuro.

Y a veces, eso basta.

Demuéstreme que estoy equivocado…